
Siempre me impresionó el ángel de piedra del cementerio de Villa Nueva. Aquella figura alada que, coronando el primer panteón, parecía presidir la ciudad de los muertos

Lo vi por primera vez una tarde de la adolescencia. Tiene que haber sido durante alguna visita escolar o vagabundeo con amigos. A eso no me lo puedo acordar. Pero sí que por esas épocas había visto “El Exorcista” y que el ángel me recordaba a la estatua ultrajada en la iglesia de Georgetown, esa virgen por cuyas mejillas corrían lágrimas de sangre. Pero el ángel de Villa Nueva no tenía la menor huella de ultraje ni de lágrimas. Por el contrario, miraba sereno desde una altura de vértigo sin edad, sin sexo, sin ningún rasgo de pertenencia al cielo o al infierno. Tanto podía ser un arcángel celestial como un mensajero de Lucifer. Y acaso por eso me impresionaba tanto. Porque parecía decir desde su silencio de piedra que la muerte no tenía sexo ni Dios y que era un acontecimiento tan inescrutable como su propio rostro.
Hace algunos años y producto de unas notas sobre el patrimonio histórico villanovense, me tocó volver al campo santo. Y al entrar por la arcada principal lo volví a ver, dorado por el sol en las alturas. El efecto de su mirada sobre mí fue el mismo de 30 años atrás o acaso más poderoso. (Los hombres nos volvemos más supersticiosos a medida que nos acercamos a la muerte). Y entonces le pedí que me guiara y protegiera en mi breve excursión por el oscuro reino. Me persigné, bajé la cabeza con respeto y me adentré en un laberinto de calles con edificios habitados por difuntos. Tras entrevistar al sepulturero, sacar fotos y tomar notas de fechas y familias en las lápidas, caí en la cuenta del paso del tiempo. El cielo se había encapotado y empezaba a anochecer. Yo me había quedado solo entre las tumbas cuando de pronto empezó a soplar un viento helado. Me dispuse a correr ante la inminencia de la tormenta, pero al llegar a la puerta algo me detuvo de golpe. Miré hacia arriba y lo vi inmutable entre las nubes. Entonces le agradecí por haberme protegido, me persigné y ocurrió algo inesperado: mágicamente se detuvo el viento. Y durante unos segundos escuché un silencio que sólo volveré a escuchar tras la muerte.
El azar quiso que me tocara habitar en el barrio Ctalamochita, por lo que casi todos los días paso caminando frente al cementerio. No siempre me detengo ante el portal. A decir verdad, casi siempre paso de largo. No obstante y aunque no mire hacia arriba, siento que el ángel está ahí, observándome mientras camino. Y cuando cae la noche y debo atravesar la desolada calle hasta la ruta, le pido que me proteja como aquella tarde, que aleje de mí todo tipo de violencia y maldad.
A veces volviendo a casa he visto al ángel brillar con la última luz de la tarde entre los pinos. Durante esos momentos en que han caído las sombras que la estatua aún se mantenga encendida, me parece una fabulosa señal; un modo de confirmarme su poder.
Otras veces pienso que al guardián no la esculpió nadie. Que nunca una cuadrilla de albañiles la subió hasta el tejado para luego fijarlo con cemento. Más bien me veo tentado a pensar que se trata de un ángel real e invisible que bajó de una nube y se posó sobre aquella torre volverse de piedra. Y al otro día, todos pensaron que alguien había colocado una estatua nueva: los descendientes de una familia en un panteón sin nombre. Pasaron los años y la piedra se fue erosionando y en las alas brotó el verde musgo. Pero su mirada sigue siendo la de un mensajero de otro lado; los ojos intactos de un enviado para proteger este suburbio del mundo.
Iván Wielikosielek