
Pasó el sexto encuentro de escritores organizado por el grupo Paco Urondo y llegaron a Villa María algunas voces esenciales de la lírica argentina. Roberto Malatesta de Santa Fe y Silvia Montenegro de La Plata hablaron de sus libros sobre la inundación del río Salado y la alienación en el barrio de Once, respectivamente. Coincidieron en el poder salvador de la poesía

Un bote pasa rumbo al purgatorio
En mayo de 2003, mientras el río Salado se metía en Santa Fe como una pesadilla salida de su cauce, un escritor tomaba enfebrecidos apuntes por encima de los techos. Estaba con su perro en la terraza, vigilando todo con su libreta. Y por la noche, arrebatándole lo que podía al agua enlodada de la “planta baja”, secaba al fuego libros y páginas. Más tarde, con su familia durmiendo, escribía así:
“Tengo junto al horno/ a los poetas chinos de la dinastía Tang./ Secan sus páginas junto al calor mientras/ numerosas son las dinastías/ que esperan su turno,/ y vastas también/ aquellas que han perdido totalmente/ su esperanza/ bajo el agua enlodada./ Li Po, se decía de él, escribía poemas/ que con tinta fresca aún/ arrojaba al río./ Alguien, ¿tal vez Li Po desde su luna?/ arrojó un río sobre mi casa,/ sobre mis libros y papeles,/ para enseñarme tal vez/ el valor perecedero/ de todo papel./ Y todavía se ríe.”.
Ese poeta que escribía en la terraza se llamaba (y aún se llama) Roberto Malatesta. El poema es “Dinastía bajo el agua” y aquel libro (como no podía ser de otra manera), “Por encima de los techos”. Y desde su publicación en 2004 (Leviatán Ediciones) no ha dejado de reimprimirse. Quizás como un conjuro de hojas multiplicadas al viento contra tanto papel perdido bajo el lodo. Ese poeta, Roberto Malatesta, estuvo en Villa María el pasado fin de semana leyendo poemas con su mujer (Gabriela Scumacher) y medio centenar de autores de todo el país.
-¿Por qué pensás que tu libro sobre las inundaciones se sigue imprimiendo sin parar?
-No sé cuál fue la razón, pero mi orgullo es haber descubierto que mucha gente que no frecuentaba la poesía lo ha leído. Pienso que el tema es importante porque conmociona. Creo que encontré el lenguaje y la gente me encontró a mí en ese lenguaje.
-Si bien “Por encima de los techos” es un libro “surgido de la necesidad”, como decís en el prólogo, jamás renunciaste al cuidado de los versos. ¿Cómo conseguiste ese equilibrio?
-En el momento de escribir el libro tuve dos cosas en claro. Primero, que necesitaba escribirlo para no volverme loco; y para eso debía encontrar un equilibrio dentro del desequilibrio que fue aquella situación. Lo segundo, que al escribir esos poemas no podía joder a la gente más de lo jodida que estaba. Y tuve que recurrir a un uso del lenguaje muy cuidadoso, a pesar de las urgencias.
-En plena inundación secabas tus libros arruinados. ¿Importa seguir leyendo poesía aun en esa situación límite?
-Te diría que en ese momento todos mis libros y lecturas estaban más vivos que nunca. Pero te cuento algo muy especial y que de alguna manera fue un regalo extraordinario de ese libro. Yo estaba en una cola donde cobrábamos subsidios por inundados y de repente me tocan el hombro. Una señora que no conocía y que estaba muy mal vestida, como lo estábamos todos en ese momento, me dice: “¿Vio, Malatesta? ¡La culpa la tuvo Li Po!”. El libro no había salido todavía, pero muchos poemas ya circulaban por Internet o en revistas. Y esa señora me había dado la pauta de su llegada a la gente.
-El poeta Rafael Felipe Oteriño, en su charla final del encuentro en Villa María, dijo que “la poesía está volviendo a la oralidad”. ¿Qué opinás?
-Creo que la poesía se escribe para ser leída a los demás. Borges decía que “todo poema merece ser leído en voz alta”. Y creo que todo libro debiera venir acompañado de un CD con la lectura de su autor, como alguna vez lo hicieron en la Universidad del Litoral con la obra de Beatriz Vallejos. Esa debe ser la verdadera edición. Creo que la oralidad nunca debe perderse y que en estos momentos está ganando protagonismo. Y en ese sentido coincido con Rafael.
Si hay dos poetas de Occidente que fueron eminentemente orales, esos fueron Dante Alighieri y Virgilio. Y acaso, para no olvidarse de su valor aún en la catástrofe, Roberto los homenajeó con el poema “Visitas”.
“Las aguas del Salado visitaron mi barrio,/ fue una lengua enorme, sedimentosa, oscura,/ no se parecía al río manso de mi infancia,/ más bien era el mismo demonio/ que estiraba su lengua sobre nosotros./ Todos los vecinos subieron a los techos,/ y yo juro, y mi perro jura,/ vimos a Dante y a Virgilio/ pasar en bote por mi calle/ rumbo al purgatorio.”.
En la ciudad de la furia
Silvia Montenegro se recibió de dentista en los 80, pero en su consultorio capitalino crecía más la biblioteca literaria que la de prótesis y vademécums. Y había menos hojas con diagnósticos impresos por computadora que papeles emborronados de versos. Por ese entonces, Silvia había empezado un taller de lectura en La Plata con la escritora Ana Emilia Lahítte y había publicado su primer poemario: “Sobredosis de alma” (Sudestada, 2001). Y entonces dijo como en el tango “chau, no va más”; descolgó el título el consultorio, lo guardó en el ropero y se dedicó por entero a escribir y vivir por y para la poesía. Su último libro, “La bruma” (Poesía Barataria, 2014), es un fabuloso “fresco” de la alienación humana y urbana en la desapacible Buenos Aires, en contrapunto con una serie de poemas serenos del campo y de la playa. Casi una postal apocalíptica junto a una “bucólica” posmoderna. Su poema “Huergo esquina Garay” es uno de los más contundentes y tiene cita (y también tono) de una canción de Tom Waits: Soy víctima inocente de un callejón ciego.
“Doce horas esperaron niño y perro que el comedor abriera/ y el baño abriera/ y el agua saliera de las tripas solas./Solos quietos acurrucados.// Alguien va a comerles la piel antes de que caigan del cielo,/ restos de células madre sin madre,/ que dónde están,/ si no se las llevaron las placentas del viento.// La fiebre en las chapas se vuelan./ Los ombligos ahí perdidos entre mierda y la esperanza.// El comedor abrirá a las doce, cuando los vientres inflados/ sean lo único humano que les quede.// La esquina de las horas. La retina del murciélago.// Afuera./ Siempre vivir con los ojos así”.
-En “La bruma” conviven duros poemas de la alienación urbana con textos de la naturaleza. ¿Cómo explicás esos dos mundos?
-Los poemas “de la naturaleza” que decís pertenecen a la segunda parte, que se llama “La huida”. Y creo que esa serenidad es, justamente, una huida necesaria; el modo que encontré de salir de la burbuja urbana para no enloquecer. Porque hay momentos en que el dolor ajeno se te pega a la piel y ya no distinguís si es tuyo o de los demás.
-Algo de eso te pasó en “Huergo esquina Garay”, ¿no?
-Sí, claro. Si bien vivo en City Bell, que es un lugar tranquilo a 11 kilómetros de La Plata, durante muchos años trabajé en Buenos Aires en el barrio de Once, que es una zona muy densa donde todo el tiempo ves prostitución, pobreza y drogas. Incluso me tocó ver la tragedia de Once. Y quería dejar sentado un testimonio poético de todas esas cosas que me fueron pegando.
-¿Tu libro es una suerte de fresco social en forma de versos?
-Sí, creo que hay algo de eso que decís. Ese libro, así de chiquito como lo ves, me llevó cuatro años de corrección y escritura. Es difícil escribir de lo que pasa al frente tuyo cuando no es lo que te pasa a vos. Por ejemplo, no me drogo, y entonces ¿cómo iba a escribir sobre todos esos chicos que toman paco en la calle? Es difícil hablar de lo social siendo sólo testigo; aunque, de algún modo, al ser testigo ya estás siendo protagonista. Pero con mucho trabajo empecé a encontrar un lenguaje adecuado para contarlo.
-¿Quiénes son tus referentes a la hora de escribir?
-Horacio Castillo es un poeta platense que me ha acompañado mucho y que cada día valoro más. Aunque no tiene nada que ver con mi estilo, siento que Horacio me habla. También me gustan los poetas irlandeses como Yeats, Kavanagh o Derek Walcott. Y las mujeres Virginia Woolf, Marguerite Duras y Marguerite Yourcenar. Pero no soy feminista. Me considero defensora del ser humano.
-En la charla final del encuentro, Rafael Felipe Oteriño dijo, citando al polaco Milosz, que “la poesía salva hombres y países”. ¿Coincidís?
-Creo que la poesía salva a la persona que la escribe; pero luego también puede salvar a los que la leen. Nos salva de tener malos pensamientos y también nos hace mirar más al otro. Te saca del ombliguismo de creerte que sos el único que sufre, la única persona a la cual la realidad le duele. Coincido con Rafael en la salvación de los versos.
-¿Y en dónde creés que radica esa salvación?
-Alguien dijo una vez que “los poetas vemos más claro”. Puede que sea cierto. Y creo que en esa “clarividencia” radica lo que salva. Pero es doloroso también ver claro y ver más allá; no sólo pasa en poesía, sino en la vida. Porque ver más allá implica, siempre, ver el final de todas las cosas.
Y casi como una poética del “ver más allá” y salirse del ombligo, valga este fragmento de “Plaza Miserere”.
“No soy ellos pero entre ellos/ escribí la sombra (…) Vino hacia mi mesa el zumbido de los que duermen en/ mantas húmedas. (…) No soy ellos pero con ellos me hundí en la noche// Lo real en un pasillo en demolición./ No sé qué me pasa, en qué vida soy./ En quién escribo cuando los recuerdos llegan/ y quedo sin blindaje, sin techo lo púrpura/ En las horas sin pájaros/ soy ellos entre sus rostros aunque no vea el mío”.
Iván Wielikosielek

Sexto sentido del lenguaje en la ciudad
El encuentro de escritores “Ciudad en llamas” es una propuesta lanzada cada año por el grupo Paco Urondo, colectivo de poetas villamarienses formado por Susana Giraudo, Susana Zazzetti, Fernando de Zárate, Fabiana León y Eduardo Cichy. Además de dos días de lectura intensa en los altos del Centro Vasco, el encuentro premia al ganador del concurso de poesía con la edición de un libro, mientras que el segundo y tercer premio junto a la primera y segunda mención aparecen editados en una plaqueta.
El fin de semana pasado se llevó a cabo la sexta edición del encuentro y el ganador del concurso, entre 220 participantes, fue el poeta porteño Fernando Baroli por su libro “Cría cuervos”, mientras que Gabriela Schumacher (Santa Fe), Anamaría Mayol (Neuquén), Gabriela Fabiana Rivero (Tierra del Fuego) y Natalia Carrizo (CABA) fueron editadas en la plaqueta. Finalmente, el premio trayectoria le fue entregado a la escritora local María Clelia “Puqui” Charras “por su incansable labor cultural y poética”.