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Bajo las leyes de Licurgo

La encontramos muerta. Estuvimos buscándola durante cincuenta y cinco días y la encontramos muerta. Mejor así porque las órdenes que teníamos eran de ejecutarla. Yo ahora estoy viejo pero en ese entonces no tenía más de quince años. Fui un integrante de la partida enviada desde Esparta en busca de la fugitiva. Era el menor de los diez que salimos de la ciudad. Cuando partimos todos pensábamos que iba a ser cosa de un par de días encontrarla. Una mujer con un bebé no puede ir muy lejos. Nosotros no podíamos volver con las manos vacías.

Deidamia era una ciudadana espartana. Una igual hasta que gracias a su acto funesto perdió el honor y la condición de espartana. Luego, no merecía vivir. Se casó a la edad de doce años y tuvo tres hijos normales: fuertes y sanos, dignos hijos de Esparta. Todo iba bien hasta que quedó embarazada del cuarto: un deforme. Cuando nació el niño fue examinado en el Pórtico por los ancianos y ellos dictaminaron que debía ser abandonado en el Apótetas, al pie del monte Taigeto. El bebé tenía seis dedos en la mano izquierda. El Estado no puede mantener y alimentar a un niño no apto, es contraproducente. La educación, aquí en Esparta, es rigurosa y básicamente castrense. No podemos darnos el lujo de criar un hoplita débil, ellos son las murallas de la ciudad. Nuestra práctica de la eugenesia fue institucionalizada por el gran Licurgo y desde entonces no nos ha ido tan mal.

Cuando Deidamia supo el veredicto de los ancianos, raptó a su hijo y se fugó con él. La verdad es que nos sorprendió a todos, nadie creía que una espartana iba a preferir el destierro para salvar a un niño deforme. Y precisamente fue su condición de espartana, mujeres fuertes y hábiles si las hay, lo que le permitió sobrevivir tantos días sola en las montañas. Debo confesar que Deidamia fue muy diestra en el arte del ocultamiento y despiste. Cuando la encontramos, descubrimos que había muerto por la picadura de una serpiente. Sobre su cadáver yacía el niño de seis dedos: estaba tomando la teta, alimentándose de la muerta.

En ese momento la odié por hacernos perseguirla tanto y por la traición que había cometido. Ahora, vista a través del tiempo, creo que Deidamia se ha ganado mi respeto. No digo que sea una heroína pero fue, antes que una espartana, una hembra acorralada. Su instinto humano iba más allá de las leyes de la ciudad; mala ciudadana aunque buena madre. No me arrepiento de lo que hice porque obedecimos las órdenes. Me tocó a mí ser el verdugo del niño. Cuando hallamos a Deidamia muerta, tomé al niño de los pies y le abrí un tajo en la garganta. En ese preciso momento acabó todo, dimos la vuelta y regresamos sin remordimientos a nuestra tan amada Esparta.


Un cuento de fútbol

La redonda me llegó a mí. Yo estaba de espaldas al arco y el dos me tiró un pase de treinta metros largos: la paré de pecho y la dormí con la izquierda. Como buen nueve zurdo que soy. Giré con pelota y todo, gambeteo al cinco contrario y hago una pared con mi siete. Ya estaba pisando la medialuna, ya dentro del área grande por derecha. Me veo solo y libre. Levanté la cabeza y apunté al segundo palo, remato fuerte pero no tanto como para que el balón se desvíe, le pegué de tal forma que vaya ganando altura a medida que avance en su trayectoria. Me salió bien.

El arquero contrario, un uno muy gato, se tiró a su derecha y por más que se estiró y estiró jamás ni rozó la pelota. A todo esto la pelota hizo un comba y se metió al arco en forma de gol. Pero yo caí antes del gol. Caí en el momento de pegarle, en el justísimo segundo del contacto de mi pie izquierdo con la pelota. En ese instante me desvanecí y caí redondo. Luego, vi una luz muy blanca que me atraía y yo empezaba a viajar. No sé adónde voy. Solo me muevo o tengo la sensación de moverme y tampoco sé si viajo en el espacio o en el tiempo. Todo es difuso. De repente, estoy en un pasillo interminable, casi infinito que tiene un sinnúmero de puertas. Una puerta se abre de sopetón. Veo, sin poder entrar, a mi familia. Mi hijo y mi mujer compartiendo un asado con mis viejos y mis suegros. Esa imagen feliz dura un minuto y súbitamente, como se había abierto, se cierra la puerta. Después se abre la puerta de al lado. Acá, veo a un niño jugando al fútbol en un potrerito del barrio: soy yo. Y en la última puerta que se abrió veo todas mis muertes. Todas las muertes de mis vidas pasadas. Curiosamente, siempre es la misma muerte. Muero de súbito, un infarto impredecible. Todas las imágenes que veo tienden a lo mismo. Me están mostrando cómo morí en mis vidas pasadas y siempre corro la misma suerte. Cuando se cierra la tercera puerta quedo como anulado por un rato. Empiezo a caminar pasillo arriba, casi voy corriendo mientras me agarro de las paredes, me muevo en zigzag.

Después, freno ante una puerta que es diferente a las demás: es de oro. Una luz amarilla me ciega por un instante. Intento abrirla y esta cede. No puedo entrar pero oigo una voz que me promete que responderá cualquier pregunta que yo tenga a bien hacerle antes de abandonar toda esperanza de volver a la vida. Solo hay una condición, dijo, no te permito más de una pregunta. No lo pensé dos veces. Disparé: ¿fue gol?


El sapo

Nunca lo he visto. Solo sé que vive en la casa, en el último dormitorio del pasillo, contando desde las escaleras. Esa habitación está clausurada desde hace más o menos treinta años. En efecto, cuando mi prima murió de cáncer, mi madre cerró la puerta con llave y la llave nunca más apareció. El dormitorio está todavía amoblado, supongo que con sucias sábanas cubriendo la cómoda, el placard, la cama sin colchón y una mesita de luz que hacía juego con el resto de los muebles. Él vive ahí, lo sé por el ruido de pasos y por ese gorjeo inconfundible que suele emitir. Desconozco su forma y tamaño. Pero calculo que no es más grande que un caballo mediano ni más chico que un perro grande. Durante años observé por la cerradura. Solo vi sombras fugaces y un día que tuve suerte pude ver su color y apreciar la textura de su piel. Es verde tirando a marrón y la piel no dista mucho de la de los sapos o algún reptil análogo. Muchas veces intenté hablar con él. Nunca contestó. De esto concluyo que no sabe español o idioma humano alguno. Gruñe, casi grita, gorjea y diría que a menudo trina pero hablar, no habla. Desde chico me obsesionó; ahora, que estoy solo en la casa, se ha convertido en mi único pensamiento. Hace dos o tres años, quise abrir la puerta. Quedé paralizado con el tubo del teléfono en la mano, oyendo las preguntas del cerrajero, y colgué. Entonces supe que nunca tendría el valor para abrir la puerta.

A pesar de todo, mi vida es normal. Trabajo de corrido hasta las cuatro de la tarde y llego a casa alrededor de las cinco. Soy soltero y solitario. De pequeño solía jugar con mis hermanos y primos en el jardín. Hoy la casa está deshabitada, salvo, claro está, por el sapo y yo. Mis hermanos ya no viven en la ciudad. Mis primos no acostumbran visitarme porque, dicen, les da no sé qué tantos recuerdos. Mis abuelos paternos y mis padres, cada uno a su tiempo, cumplieron la ley que la naturaleza le reserva a todo hombre. Mi prima Matilde murió a los nueve años, agonizante y demacrada. No volví a presenciar una muerte más cruel. No lo sé, pero quizá el sapo tenga algo que ver con ella. No digo que sea el alma de Matilde, y tampoco creo que sea un fantasma. Está vivo y es tan real como yo o los dedos de mi mano. Sospecho que se alimenta del roble carcomido de los muebles, si no de las sábanas o el polvo y las telarañas que acumulan. De otra manera no me explico cómo sobrevive. Yo soy de contextura mediana. A decir verdad, soy petizo. Durante mi infancia fui objeto de permanentes burlas. Me decían enano, pigmeo, hombrecito, tarzán de bonsái y cosas por el estilo. Mi padre, cuando cumplí doce años, me llevó al médico para que me hagan crecer. Desfilé hasta los dieciocho por diversas instituciones en que me atendieron especialistas y alturólogos, pero no hubo caso. Todos comprendieron que más allá del metro y pico ya no crecería. Esta peculiaridad no afectó mi inteligencia aunque sí mi sensibilidad. Aprendí a pintar. Casi siempre cosas inmensas, descomunales. En la pared de la sala colgué mi mejor cuadro: una manzana del tamaño de un Fiat 600. Una vez leí que un poeta irlandés dijo que el arte compensa y redime al ser humano del hecho de ser humano. A veces me pregunto para mis adentros si el sapo no es más que un espejo de mí mismo que me devuelve una imagen atrofiada.


La solución del doctor Ocampos

Prefiero no dar su nombre. A los fines de narrar esta trágica historia, lo llamaré ficcionalmente Antonio Ocampos. Ayer, cuatro de agosto de 2012 a las diez de la mañana, lo enterramos en el cementerio San Jerónimo. Tenía cincuenta y cuatro años. Vivió, de chico, en el General Paz. Fue precisamente en este barrio donde ocurren los hechos. Yo lo conocí años atrás, cuando coincidimos en un curso de francés que dictaban en la Escuela de Lenguas de la UNC. Empatizamos desde el primer día: él quería aprender francés para leer a los filósofos franceses contemporáneos en su propia lengua; yo quería aprender francés para mejorar mi español y porque soy un francófilo empedernido. Aquella primera vez hablamos de Foucault, Derrida, Barthes, Cioran hasta terminar departiendo sobre Borges y también de Bolaño. Recuerdo que se confesó fanático de Juan Rodolfo Wilcock. Nuestra amistad, a pesar de las diferencias de edad -yo rondaba los veinticinco-, se basó en encuentros esporádicos a lo largo de cuatro años. Al principio, a la salida de clases, dábamos largas caminatas charlando sobre literatura. Después, desertor incurable, abandoné la Escuela de Lenguas, aunque no el francés. Seguí frecuentándolo unas dos veces por mes. Nos veíamos en algún café del centro o me visitaba en mi departamento de la calle Chacabuco. No recuerdo en qué encuentro fue que me contó su historia, el trauma de su vida.

Desde chico Antonio fue un indisciplinado. Lo echaron del Monserrat y luego del Carbó. Durante el peronismo simpatizó con el Partido Comunista. En el 75 ó 76, con solo diecisiete años, empezó a coquetear con el ERP. No llegó a meterse demasiado. Su padre, un médico medio dipsómano chapado a la antigua, tomó las medidas necesarias para ponerlo a salvo. Antonio era hijo único de padre viudo. Cuando el doctor Ocampos descubrió que su hijo guardaba folletos y libros bajo la cama, previa feroz paliza propinada al adolescente rebelde que era Antonio, quemó todo el material subversivo en el asador del patio e inmediatamente lo encerró bajo siete llaves. Desde entonces cuidó de él con el amor de un carcelero. El cautivo solo tenía acceso a tres habitaciones de la casa, baño incluido. Oportunamente, todas las ventanas estaban guarnecidas con rejas de grueso fierro. A los vecinos y a algún que otro amigo que venía a buscarlo, el doctor les dijo que su hijo había viajado a Europa. Lo alimentaba bien, controlaba su salud y siempre que podía le hacía etílica compañía. Un día entró a la improvisada celda y, feliz, le anunció el arribo de la democracia. Antonio era libre otra vez; acto seguido, hizo una valija y se fue de la casa para siempre.

Pocas veces me habló de su padre. No sé si quería u odiaba a ese hombre. Lo cierto es que cuando lo mencionaba su cara se ensombrecía y la voz se le ponía quebradiza. Cuando salió del encierro, Antonio ya casi no tenía amigos. Algunos habían muerto en enfrentamientos, a otros los habían chupado y otros se exiliaron. Se alojó unos días en casa de unos parientes lejanos y semanas después se fue a vivir al sur, sin un peso en el bolsillo. Regresó a Córdoba bien entrados los 90, porque su padre había muerto. Antonio vendió rápidamente la casa heredada del General Paz, a precio irrisorio. Compró un departamento en Nueva Córdoba y se buscó un trabajo de oficina. En esos casi ocho años que pasó sin ver otra cara que la de su progenitor mirando como embobado hacia el aparato de televisión, él leyó lo más que pudo. El padre, mal que mal, le conseguía libros interesantes. En este sentido el doctor era muy liberal. Decía que los libros son la mejor medicina contra el mal de vivir. Con un padre así Antonio pudo leer buena parte de la literatura argentina, aprendió bien el inglés y un rudimento del latín, sació su soledad con vastas enciclopedias que le proporcionaron un sólido conocimiento (y desconfianza) del mundo. Toda la literatura no prohibida caía en sus manos. Irónicamente, le agradecía al padre haberlo transformado en un lector compulsivo. Quizá, decía Antonio con sorna, si el viejo no lo hubiera encerrado aquella vez, él estaría muerto hace rato o sería un inculto. Yo, en mi corta edad, jamás había conocido a alguien con tan amplio horizonte de lecturas en su haber como tenía Antonio Ocampos. Es mi manera de agradecer su rica conversación este texto.


Refundación del mito de la torre de Babel

Desde el vamos la Biblia está equivocada. Ese libro fantasioso y temerario que tiene como objetivo nada menos que explicar el universo, da versiones falseadas y oscuras de las cosas. El mito de la torre de Babel es uno de sus grandes errores. Cuenta el mito bíblico que todos los hombres hablaban una misma lengua y que un día quisieron desafiar a los cielos construyendo una edificación que llegara, precisamente, hasta el cielo. No lo lograron puesto que Dios es envidioso y astuto como un zorro. Para castigarlos confundió las lenguas y dispersó a los hombres.

En realidad, las cosas ocurrieron de una manera bien distinta. La torre de Babel fue construida por Dios y no por los hombres. Como todos en la tierra hablaban la misma lengua, Él hizo que en cada piso de la torre de Babel se hable un idioma diferente. A medida que uno sube por la torre el idioma es más y más complejo. Tanto es así que en los pisos más altos solo se aprenden jeroglíficos y matemáticas casi incomprensibles. Los de abajo no entienden a los de arriba aunque el de arriba nunca olvida el idioma que lo catapultó. Subir por la torre es como jugar una carrera del conocimiento de los idiomas que existen en el mundo. Por supuesto, no es tan simple subir. Solo suben los que reúnen una cualidad, amén de un poco de inteligencia: la determinación de hacerlo. Solo quien desea sinceramente con todo su corazón subir hasta lo más alto puede realmente escalar un par de pisos en la torre. Mientras más intenso es el sentimiento más alto se llega.

Por lo general, los de arriba entienden a los de abajo pero suele suceder que los de muy arriba no logran comprender a los que están en la base. Por eso, los pocos sabios que llegan arriba de la torre son todos incomprendidos. Sin embargo, los hombres aprendieron a convivir en la relativa armonía que les permite la estratificación de sus respectivos conocimientos y ascendencias. A veces incluso, uno que otro de los que están arriba cae en desgracia divina y desciende uno o dos pisos, olvidando previamente todo conocimiento adquirido. Nadie ha llegado a la cima, pues esta no existe ya que la torre de Babel tiene uno de los atributos de Dios: la infinitud.