
Esta nota es necesaria. Si bien el 4 de mayo se cumplieron ocho años del gol de Battaglia a River en un superclásico, que festejó besando la camiseta frente a la platea, estas líneas son para otro tipo de homenaje. Es para un hincha de River. Ya entenderán el porqué…

El domingo 4 de mayo del 2008, Boca jugaba contra River, pensando más en la Copa que en otra cosa. Pero como sabemos, un clásico jamás deja de ser un clásico, por eso el despertar era ansioso, desgastante, nervioso, en Córdoba. Sin almorzar -porque habíamos quedado que iríamos a un bar temprano a buscar lugar- ya a las 13.30, con Tomás fuimos hacer un recorrido de bares, mirándonos asombrados porque todos estaban llenos. Varios, cientos de minutos antes de que empezara el súper.
En ese recorrido, Benjamín, ese amigo/hermano del alma, anticipaba que iba a acompañarnos gente de los otros, un hijo, una “gashina”. La idea no gustaba mucho, pero cuando me nombró al acompañante de “la banda” acepté. Era Federico.
Siempre tirando chistes, el “Facha”, no jodía mucho antes del partido. Trataba de sacar otros temas, charlando con los “bosteros” de la mesa -que con Manuel, eran la mayoría en un bar, donde como nunca el 70% era blanco y rojo-.
“Checho”, el único que no era villamariense, me hablaba a mí, en una forma de coraza xeneize, contra los cantos de esa cantidad importante millonaria. Federico, que me conocía desde la infancia, sabía de mi delirio al máximo y mis locuras, por lo que no molestaba.
Ya mi cara no era la mejor, con tanta gente de la contra. Ni siquiera, cuando Buffis se llamaba el lugar. Para aumentar la gracia y poder descontracturar, “el Fede” regalaba los comentarios por el olor a fritura del lugar. Desde una supuesta seriedad, lo que hacía todo aún más cómico.
Frente al televisor, dos mesas más adelante, había una mujer que se cansaba de insultar a viva voz a todo lo que fuese de Boca. Hacia ella fuimos a gritar cuando Battaglia metía el gol de cabeza, la avalancha detrás del arco de Carrizo era impresionante y en la mesa de al lado, uno aleteaba y hacía ruidos gallináceos.
Desde allí y hasta el final, el aire se cortaba con cualquier suspiro. La tensión aumentaba a pasos agigantados, ayudado por jugadas aisladas de ellos y ante cada intervención del arquero “bostero”, o por lo que generaba mirar por primera vez un partido con tanta gente “contrera”.
El “Facha” no decía mucho, pero maldecía. Y yo, maldecía a medida que el tiempo no se apuraba, ante cada minuto que se demoraba la historia en pasar. El sudor, la agitación estando sentado, era por los nervios. Las uñas eliminadas por la boca y por lo que pasaba con Boca.
Al final, cuando el silbato bajaba la persiana, el estallido de “los pocos” de Boca se hizo eco con lo que pasaba afuera. Y las buenas formas fueron desechas. Los saltos, los insultos al aire y a River y las miradas fijas entre los que las devolvían y hasta amagaban a trompear. Entre ellos, al que no se debía cargar: Federico. Porque él siempre fue muy correcto. Pero ese día, si no encaraba rápido hacia la puerta me hubiese ido a buscar con toda la razón del mundo. Y a la vez, no. Por más que hubiese pensado, no lo habría hecho. “Fede” siempre fue un señor. Además, de que encontraba la manera de saludar todas las veces con una sonrisa, generando una confianza en el acto.
Con el paso del tiempo, cada vez que lo veía era una satisfacción. Porque sabía que hablar de fútbol, de su River y de mi Boca iba a ser en buenos términos y siempre -si en algún cumpleaños no nos íbamos de la casa del anfitrión- ese momento nos encontraría hasta altas horas de la madrugada. Me escuchaba, con todo lo que eso implica, y yo le devolvía la escucha.
Era, mínimamente, lo que merecía. Por su respeto, por su entendimiento, por lo que generaba en propios y ajenos. Pero además, porque en una de esas noches nos dimos cuenta de que habíamos ido a catequesis juntos y que nuestra catequista, única ella, había hecho una de las mejores cosas: que nos abrazáramos con nuestros colores, para aceptar al otro.
Para demostrar el “amor al prójimo”. Ninguno de los dos se acordaba con claridad, pero implícitamente no importó, de todos modos hubiese sucedido. Dejar atrás las peleas sin sentido y reírnos con camisetas diferentes. Claro está que a los 10 años eso no se comprendía tanto. Y ahora, es una emoción rara y un agradecimiento perpetuo para con él, cuando la memoria hace su trabajo y me trae el momento justo en que pasó. El con su camiseta favorita, la de los escuditos de River, me enseñó más de lo que pienso. Y así, la última vez que lo vi fue cuando nos dimos cuenta de nuestro primer gran encuentro. Por eso, por ese abrazo primero, después aquel día del partido se fue así, sin chistar. Y siempre, el saludo era con un abrazo, luego de tantos años de ese aprendizaje compartido ninguno de los dos lo había olvidado.
Escribo esto desde el dolor, desde la consternación de saber que ocho años después, ocho años exactos, “Fede” nos dejó. Una neumonía atípica y complicaciones siguientes se llevaron la vida de alguien atípico… especial, diferente. Un pibe con el que gustaba hablar de la pelota, pero sobre todo de la vida. El que agradecía “la objetividad” que nunca fue tal, el que me debía haber pegado unas cuantas trompadas -porque hasta lo merecía- y no. No lo hizo. Su puta muerte injusta fue la que me pegó 100 mil veces más fuerte. Más dolorosamente, más dolientemente, más hirientemente. Y yo, que no lo conocía más allá de lo poco que lo veía, tuve que estar en el peor desenlace. No entiendo muy bien por qué. No existe algo que lo explique a ciencia cierta. Seguro que es porque no se fue uno más. Y no lo digo sólo desde el costado de la aceptación futbolera, no. Eso ya lo dejé hace rato en esta nota. Sino porque se nos fue un pibe lleno de luz, que deja en los suyos y ajenos el mejor de los recuerdos.
Si no puedo seguir escribiendo, buscando mejores palabras o poniendo en esta hoja las justas o que traten de ser más originales, es que estoy doblemente conmovido, porque el calendario -en este 4 de mayo- me lleva obligadamente a varios años atrás, cuando éramos simples estudiantes en Córdoba. Porque fui al sanatorio, porque lo quería saludar. Porque lo quería ver. Y porque puedo escribir millones de letras, ser lo más poético o banal posible, pero ninguna demostrará lo que es la injusticia de la vida, de la maldita muerte, de este día que se oscureció de golpe. De este señor que se ha ido. Del “Fede”, del “Facha”, cuya lindura iba más allá de lo físico. De ese pibe, que sólo vale recordarlo con una sonrisa y que en el recuerdo de todos lo que lo conocieron siempre estará.
Juan José Coronell