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El goce de estar triste

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El goce de estar triste
El escritor villamariense radicado desde hace años en Córdoba, Jorge Piva, autor de estas palabras

Opinión

 

Escribe: Jorge Piva, escritor (ESPECIAL PARA EL DIARIO)

 

“Sólo me queda el goce de estar triste,

esa vana costumbre que me inclina al Sur,

a cierta puerta,

a cierta esquina”.

Jorge Luis Borges, poema “1964”

 

Hace algunos días, por primera vez desde su inicio, el invierno intentó seducirnos a quienes lo aborrecemos, con una tarde de sol tibio, agradable, sin viento. Yo tenía que esperar en Nueva Córdoba más de una hora y buscando un lugar donde estacionar llegué a la entrada de Ciudad Universitaria. Seguí, dejé el auto en una de sus calles interiores; caminé sin rumbo. Como cada vez que lo hago, la primera imagen que titiló en mi recuerdo fue el de un adolescente, estudiante secundario, parado, a medianoche, en la vereda del Pabellón Argentina, esperando que algún ómnibus lo devolviera al centro. Había presenciado una obra de teatro en la Sala de las Américas y debía ir a un estudio jurídico frente a Tribunales, en la calle Duarte Quirós, que César Carducci facilitaba a sus alumnos de teatro vocacional del interior. Yo había llegado esa tarde desde Villa María, a dedo; había caminado hasta Ciudad Universitaria y no sabía dónde quedaba ni el centro, ni la calle Duarte Quirós. ¿Qué sueños, qué expectativas, qué motivaciones guiaban a un muchacho que deambulaba a medianoche por las calles solitarias del monstruo urbano, insensible y magnético? Así era Córdoba para nosotros.

Me detengo, como tantas veces, frente al barrancón del Pabellón Residencial, desde donde antes podía apreciarse el centro de Córdoba y divisarse al fondo las sierras, tan ansiadas. Ahora el centro quedó oculto y la franja de las sierras apenas se percibe entre los edificios de Nueva Córdoba. Hacia abajo, en el vallecito que va entre el Pabellón Residencial y el España, pastan numerosas parejas y grupos de jóvenes, recostados de cara al sol. Entonces pienso: ¿Este que soy ahora es el que aquél, hace cuarenta años, aquí mismo, imaginó que sería? ¿Aquel “imberbe y estúpido que grita”, -dijera Perón, cuando la “juventud maravillosa” dejó de obedecerle-, es hoy el que quiso ser?

Recorro los senderos entre pabellones leyendo los grafitis y dibujos de sus paredes, superpuestos en un fenomenal caos visual que ya nadie se ocupa de borrar y que, por cierto, es mucho más agradable que las límpidas paredes de sanatorio que nos albergaban durante la dictadura, donde había un único cartel: “Prohibido fijar carteles”. Dos guardias de seguridad componen un cuadro inimaginable en aquellos años: indiferentes a todo, charlan junto a una leyenda que proclama “Porro libre”, frente a la calle interna oficialmente denominada “Cordobazo”, cerca de las aulas “Agustín Tosco”.

Algo se me ovilla en la garganta cuando paso junto al Pabellón España: allí entré a clase por primera vez, y recuerdo la inmensa ansiedad, las fantasías que me deparaba ser estudiante universitario, las proyecciones sobre un futuro tan atractivo como inquietante, ya que pretender ser historiador o periodista significaba no saber qué diablos iría a ser o hacer. Ser universitario era, es, pertenecer a una cofradía rebelde y apasionada, que se preparaba para protagonizar y conducir grandes cambios, para ser la clase dirigente de un futuro distinto y mejor. Así éramos y, creo, así es. Y sin embargo, siempre algo pasa en el camino, ya que al menos desde aquella época, cuatro décadas atrás, la llamada clase dirigente argentina ha sido y es de una mediocridad espantosa, indigna de aquellas buenas intenciones juveniles.

 

La rutina villamariense

En 1972 habíamos pasado abruptamente de la cómoda y familiar rutina villamariense a la dimensión desconocida de un torrente de novedades: almorzar junto a miles de pares, leer en esas esperas el diario El Mundo, que era del ERP; discutir “El ser y la nada”, de Sartre (sin entender nada, naturalmente), simpatizar con los sacerdotes del Tercer Mundo a pesar o porque éramos más o menos ateos y familiarizarnos con términos como plusvalía, además de otros menesteres más rudimentarios pero ajenos a nuestra soberbia juvenil: aprender a enhebrar una aguja, cocinar fideos sin que se convirtieran en engrudo o lavar y planchar una camisa.

Entonces recupero un recuerdo que no se me configuraba desde hace muchos años, a pesar de que muchas veces hice ese mismo recorrido (por decirlo así, por enmascarar lo que siempre fue, y sigue siendo, una ceremonia: la de la conciencia del paso del tiempo). Lectores de Cortázar, pretendíamos ser partícipes de esa realidad sobrenatural donde “la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico”, como dice el comienzo de “Rayuela”, donde el relator se pregunta si encontraría a la Maga, descontando que sí lo haría.

Un Jueves o Viernes Santo (que otrora eran verdaderos feriados, con música sacra en todas las radios y una inactividad total) se me ocurrió que encontraría a la Maga, una sucedánea forzada del personaje literario, con quien había tenido o había creído tener algunos episodios que podían asemejarse a esa especie de transmisión telepática o coincidencia sensorial a distancia pertenecientes a una realidad subterránea, no visible para el común de los mortales (y ya se sabe que a esa edad no éramos ni comunes ni mortales).

Un presentimiento, una rara inspiración que no venía de este mundo me dio la certeza de que ese día la señorita, pensando en mí con el mismo énfasis con que yo lo hacía en ella, iría a Ciudad Universitaria. Recordemos que el teléfono era casi un artículo de lujo, o en todo caso no era común, así que usábamos los teléfonos públicos -los que funcionaban- instalados en bares, negocios o reparticiones, cerrados en días feriados. Pero aunque hubiera tenido uno a mano, no iba a malversar con una vulgar cita preestablecida la magia de nuestra conexión supranosequé.

Después de almorzar tomé un ómnibus y me instalé -dónde, si no- en las inmediaciones de la Casa de las Brujas. Sin prisa me recosté en el pastito y esperé que el destino, las ondas cósmicas o lo que fuera que sólo ella y yo percibíamos, depositara a la Maga frente a mí, silenciosamente, y que yo abriera los ojos justo en el momento en que ella acercaba su rostro al mío. Pasó la hora de la siesta, pasó la media tarde y comenzó a anochecer. Antes de que alguna ronda policial me considerara sospechoso emprendí el regreso, queriendo pensar que fue la vibración cósmica de la realidad sobrenatural -y no la señorita- la que me había ignorado. Volví desde Ciudad Universitaria a Alberdi a pie, más por penitencia que por economía. La señorita no sólo no fue esa tarde, sino que tampoco la vi al día siguiente, ni la semana entrante, ni el mes en curso. Cuando volvimos a cruzarnos andaba del brazo con un hippie que tenía la camisa toda arrugada y seguramente, pobre tipo, no sabía lo que era la plusvalía.

Poco tiempo después escribí en mi Olivetti Lettera el poema “1964”, de Borges, pegué la hoja en un cartoncito y lo colgué en una pared de mi habitación: “Ya no seré feliz. Tal vez no importa. Hay tantas otras cosas en el mundo…”. El cartoncito colgado me acompañó en todas las viviendas de mi soltería.

“1964” es el único poema que sé de memoria, entero. Quizá sea porque todo o casi todo lo de aquellos años iniciáticos sigue latiendo con nitidez en nuestra conciencia y nuestros sentimientos. Su melancólico y soberbio final me sigue produciendo una zozobra en el pecho. Quizá sea por la vana costumbre que me inclina a ciertos lugares, a cierta esquina.

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