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Escritos para contar

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Escritos para contar

Oscar Nicola, un colaborador permanente de EL DIARIO, nos envió dos cuentos de Rafael Altamirano, alias Ninalquín, para publicar en este suplemento, que trata de converger siempre en la literatura y la vida animal.

Altamirano, un escritor de Villa Dolores, leyó el primer cuento -que damos a continuación- en el 10mo. Encuentro Internacional de narradores y cuentistas del cuento breve, que se realizó en la provincia, el año pasado.

Los escritos son los siguientes…

 

La perra “Chiquita”

La perra chiquita, soltera y sin poder tener familia, no por su tamaño ciertamente, convivía con otras perras y perros; gatas y gatos, en una casa modesta con mucho verde, muchos árboles, arbustos y flores. Y cuando una perra mediana tuvo cinco perritos pecharon, pecharon, pecharon y chuparon y sacaron leche apetecible de la perrita soltera.

Como a los 20 días le quitaron los perritos y ella los vio irse, sin duda con pena, pero en esos días una gata conviviente tuvo cinco gatitos, le tomó dos, que también amamantó con éxito, como excelente madre adoptiva.

La madre gata se acercó a reclamar, mas con un mohín de disgusto, por el inevitable olor a perro, se retiró dejando para nunca el reclamo.

Al perder los gatitos, que piadosamente fueron regalados, no conforme con su amor adoptivo que ya había dado, tomó tres pollitos y ahí fue que la vi, instado por su dueña. Y la vi dulcemente feliz de cuidar los hermosos pollitos que acurrucaban junto a ella sus píos, con beatitud pollística y primorosamente capullosos.

 

Un caballo que habla

Aquel hombre, seguramente de las tierras planas, dueño de un corto campo donde sólo tenía dos ayudantes, miró hacia el sur aquella mañana, porque “el sur también existe”. Ya lo venía haciendo desde antes, mientras tarareaba una canción conocida, que sus acompañantes escuchaban y luego olvidaban.

Tenía tal hombre su buen caballo preparado ágil y galopador; tenía su perro y su talero.

Estaba soltero, no por su gusto, y hablando con sus empleados expresó: “Me voy hacia allá; si no vuelvo pronto, dejen pasar tres días, por lo menos, y recién resuelvan”.

Salió al tranco y en cuanto se perdió de vista por la planicie sin guadalas o pedregullos, empezó a galopar sin usar el talero; galopó, galopó… hasta que su caballo se paró de golpe. Casi lo saca por las orejas y dijo el equino, con toda claridad y resolución: “Yo no sigo más”. Entonces el jinete, sorprendido, desmontó con prontitud y echó a correr con su talero y su perro, que iba por momentos al lado, por momentos a la zaga y, cuando podía, iba exclamando: “Un caballo que habla, un caballo que habla”. Y cuando el cansancio lo venció, se sentó y todavía casi sin aire, dijo una vez más: “Un caballo que habla”. Y el perro, interrumpiendo su acezar legítimo, asintió: “Ahha”. En ese punto, el buen hombre se fue hacia atrás, sin atajos, y sintió que un tiempo perfumado, dulce y vaporoso le envolvía en un sopor bellísimo, mientras su canción le susurraba: “Distanciaaa, que me habrán hecho tus ojos, distanciaaa… que yo vivir ya no puedooo…”.

¡Por nada había galopado!

 

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