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La auténtica recuperación de la infancia

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La auténtica recuperación de la infancia

Escribe: Gustavo Caleri
ESPECIAL PARA EL DIARIO
A principios de los noventa, el español Javier Marías escribió para el diario El País una de sus columnas más recordadas por aquellos que amamos en igual medida la literatura y el fútbol. Se tituló “La recuperación semanal de la infancia” y en ella confesaba que ver un partido del Real Madrid era una de las pocas cosas que lo hacía reaccionar de la misma -exacta- manera que cuando tenía diez años y era un salvaje. Seguramente su unívoca condición de espectador, -abandonó completamente el fútbol en su juventud para dedicarse a la escritura- incidió para que obviara una situación que resulta por demás elocuente: la experiencia del retorno resultará muchísimo más profunda si en lugar de ver, uno se permite la posibilidad de jugar, poco importa cómo, el mismo juego que lo apasionó desde pibe, cuando la vida era todavía un continuo de tardes enteras dedicadas a darle patadas a la pelota frente a un arco montado con camperas.

El sábado pasado recomenzaron, después de un parate estival, los campeonatos de fútbol amateur que se disputan en esta coqueta Villa; durante el transcurso del año que acaba de iniciarse, más de tres mil vecinos en edad de adultez recuperarán semanalmente para sí el prodigio promovido por este excepcional deporte: mientras dure el partido, volverán a ser niños.

Infancia y fútbol, como los mellicitos de géminis, una dupla memorable con reputación mitológica que se mezcla cada sábado apenas los relojes marcan el cierre de la jornada laboral. Vivo cerca de uno de esos predios y voy caminando a la cita, ya desde lejos me atrae como un canto de sirenas la música sincopada de la infancia, esa que a intervalos rompe la regularidad del ritmo de múltiples voces con un grito que se sobrepone al murmullo, música inconfundible de recreo, de campito, de chicos jugando. Nada más transponer la entrada para zambullirse en ese estado de infancia, dejar de escuchar la música para pasar a ser parte de ella. No es que uno se convierta en otro durante esas jornadas, siendo sinceros hay un antes y un después de cada partido que puede empardarse al de otras justas recreativas, los terceros tiempos suelen parecerse y comprometen lugares comunes, pero él “durante” de un partido de fútbol es único: la épica, la tragedia y la comedia suelen convivir particularmente en cada uno de los que participamos en él; obligados por reglamento a no utilizar las manos, somos inducidos a dirimir emociones a patadas; ambas circunstancias nos conducen a implicarnos en cuerpo y alma hacia el común objetivo, operando cambios estructurales en el entorno: las estratificaciones sociales son absolutamente ignoradas y los criterios sociológicos de categorización se reducen drásticamente a los imperantes en la edad de primaria: compañero o adversario, sin más, ambos de mutuo acuerdo expuestos a los deseos y caprichos de un tercero que según las circunstancias, como un dios griego vestido de negro, se convertirá en el mejor aliado o el peor de los enemigos. Algunas cosas permanecen invariables, el retorno a la infancia no admite redenciones, se repudia al árbitro con idéntica saña.

Luego de una hora de escaramuzas y correteos, lo único claro es la rigurosa comprobación de que en el último año nuestra capacidad aeróbica disminuyó a la par del poder adquisitivo del salario; no extraña entonces el 0 a 0 del debut, en honor a la ineficacia repartimos méritos ecuánimemente, en un ejercicio de convivencia democrática propio de especies menos competitivas. Terminar una disputa sin marcar tantos ni declarar vencedores es impropio de cualquier deporte, pero al menos evita alterarnos el ánimo el fin de semana.

En la antigua Roma, después de una campaña militar el general al mando de su tropa desfilaba por la vía sacra revelando las riquezas conquistadas, era costumbre en esas circunstancias que un esclavo detrás suyo a cada paso le recordara las limitaciones de la naturaleza humana, de manera similar, las dolencias pospartido evocan las consecuencias inclementes del paso del tiempo; esa estirada in extremis, aquel desborde por la punta, la mala leche del 2, todo tiene precio y se debita en el cuerpo, condecoraciones de guerra que estoicamente disimularemos por la noche, en aras de la paz conyugal, cuando haya que dar el presente en algún evento de carácter social.

Infancia y fútbol, el aumento de testosterona se llevó puesta la primera hace ya una pila de años y los compromisos de la adultez fueron de a poco hachando la práctica del segundo, reduciéndolo, como a un bosque nativo, a ese espacio vital y sabatino de resistencia al que retornaremos, implacable y puntualmente la próxima semana, ataviados como siempre con coloridos -aunque algo estrechos- atuendos, ansiosos por ocupar nuestro puesto en ese Delorean dibujado en cal sobre la fiel gramilla tantas veces agraviada, para volver por un ratito, como dice la zamba, a vivir como sólo se vive una vez.

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