
En el escrito, el vecino villamariense le solicitó a Jorge Bergoglio que orara por él y por los argentinos. Además, le envió un cuento que escribió para el máximo referente de la Iglesia Católica

Para muchos la siguiente historia puede parecer irrelevante, pero para su protagonista, Juan Díaz, tiene un inmenso valor emocional.
El “Negro” Díaz, como lo conocen muchos en la ciudad, es un vecino villamariense que, azotado por algunos problemas personales, decidió escribirle una carta al papa Francisco.
En esas líneas, remitidas a comienzos de abril del presente año, le contó al Sumo Pontífice cuáles eran los males que lo aquejaban, a la vez que pidió por el bienestar de los argentinos y hasta le regaló un cuento que él mismo escribió y que tiene al propio Jorge Bergoglio como uno de los protagonistas.
Hasta ahí, todo parece normal, pero lo llamativo de este hecho es la pronta respuesta que Díaz recibió desde el Vaticano. Eso desató en el “Negro” una inmensa alegría que fue el motivo de su visita a EL DIARIO para relatar lo acontecido.
Comenzó su testimonio relatando que “a veces en la vida uno está pasando momentos difíciles, ya sea de salud o de distintas situaciones, y uno piensa que le han soltado la mano de todos lados”.
“Por ello se me ocurrió escribirle una carta a Francisco, pensando que tardaría en llegar y que era muy difícil que la leyera por tratarse de una autoridad tan importante en el mundo a la que le escriben miles de personas”, contó.
Seguidamente, narró que “cuando él fue nombrado Papa, se me ocurrió escribir un cuento breve relacionado con un joven que juega al fútbol con otros pibes del barrio y que vendría a ser Bergoglio en su juventud. A esa historia se la envié por correo junto con la carta en la que le conté mi situación personal y le hablé de la situación que está atravesando la Argentina”.
“En la carta, además de pedirle por mí y por los argentinos, le pedí que se cuide, que camine despacio porque es una persona alta y de mucho peso, que si tropieza, quienes están a su lado no lo van a sostener”, sostuvo.

A la vez destacó que “a esta respuesta a mi carta por parte del Papa la tomo como un mensaje auspicioso en mi vida. Desde ese momento he notado varios cambios. Algunos me los reservo en mi intimidad, pero lo que si puedo decir es que desde el momento en que Francisco recibió mi carta, noté que se me han despejado algunos caminos en el ámbito laboral”, valoró, y al mismo tiempo manifestó: “A lo mejor son ilusiones, pero yo lo siento de esa manera”.
“He notado cambios en mi vida y estoy absolutamente seguro de que eso tiene que ver con una bendición del Papa. Lo siento así porque en la carta le pedí bendiciones para todo el pueblo argentino y personalmente para mí”, se contó feliz.
Por otra parte, hablando del Papa argentino expresó que “a Francisco se lo critica mucho, pero yo creo que él vino a cambiar muchas cosas dentro de la Iglesia Católica. Seguramente él no va a cambiar todo, pero ya ha dado claras muestras de cambio”.
“Nunca pierdo las esperanzas de conocerlo. Sé que es difícil, más que todo por una cuestión económica, pero ojalá que algún día venga al país y ahí veré si puedo acercarme a él, aunque sea para saludarlo”, añoró.
Fútbol sagrado
En su visita a nuestra Redacción, Díaz nos acercó una copia del breve cuento denominado “Futbol sagrado”, que escribió para Francisco. El mismo reza lo siguiente:
“Nosotros íbamos todos los días a la canchita. Era como un ritual casi todas las tardes. A veces no teníamos ni la pelota para jugar, pero íbamos lo mismo; ya encontraríamos algo para remplazarla. Una vez hicimos una con una media y le metimos yuyitos adentro para rellenarla. No podíamos privarnos de ese ritual que teníamos los pibes del barrio todas las tardes.
Era un ritual maravilloso, era el ritual del fútbol. Irresistible y cautivador. Veinte “pininos” corriendo desordenados detrás de una pelota rebelde. Cuando terminaban los partidos, te ardían los tobillos. Y las rodillas y las canillitas peladas no te importaban. El cansancio era la calma, el sudor del consuelo.
No sé cuánto tiempo jugábamos. Tal vez una hora, o dos… o más. Cuando sos pibe, el tiempo es una cortina que siempre querés mantener recogida para que no te tape el escenario de tus juegos. Una vez terminamos jugando a la luz del faro de la esquina porque el sol ya se había ido. Quedamos cuatro loquitos, dos por lado. Achicamos los arcos y jugamos alertas al grito de cualquiera de nosotros que dijera “¡auto!”.
Eramos una barrita que no pasábamos los 11 ó 12 años. Casi todos íbamos al colegio por la mañana, aunque los chicos que iban a la tarde también podían sumarse. Había que cumplir los protocolos que exigía la vieja… hacer los deberes, ordenar los útiles de la escuela y por sobre todo portarnos bien. De ese modo teníamos permiso y salíamos volando para el campito con una rodaja de pan con manteca en la mano.
El picado se armaba enseguida. Los mejores nunca podían jugar juntos porque si no era “robo”. Por lo tanto, el “punta y taco” del sorteo para elegir a los jugadores lo hacían los más grandes. Yo era uno de esos y casi siempre perdía porque si no te avivabas, el otro pibe te hacía trampa. Y bueno, lo único que no me gustaba era ir al arco.
De todos aquellos amigos me viene a la memoria la imagen de uno. Era un chico que pasaba todas las tardes por la canchita regresando del colegio. Nos preguntaba si lo dejábamos jugar. Se le iluminaban los ojos y con una sonrisa grande dejaba rápido el portafolio gordo de útiles, su guardapolvo doblado a un costado del potrero y entraba al picadito con nosotros. No era un crack, pero su aspecto delgado y alto no estaba exento de voluntad. Era rápido, de piernas largas que, de algún modo, siempre alcanzaban la pelota y te arruinaban la gambeta. Lo vi hacer algunos goles y festejarlos con profusa alegría junto a sus compañeritos.
Aquel flaquito, que se llamaba Jorge, jugaba con nosotros un momento nada más y enseguida se marchaba agradeciéndonos, con la felicidad dibujada en la cara. Era como si esos pocos minutos, ese corto tiempo que estaba en el campito, hubieran sido suficientes para calmar sus deseos de jugar a la pelota. Aunque tan sólo pateara una vez al arco, tan diferente a muchos de nosotros que necesitábamos desangrarnos en fútbol durante tardes enteras, porque la adorable adicción era muy fuerte.
Hace poco, muchos años después, cuando los pibes del barrio ya consumimos muchas tardes de fútbol, de zapatillas rotas y pelotas de trapo, un amigo me dijo que aquel flaquito que a veces jugaba a la pelota con nosotros hoy es el Papa Francisco… nada más y nada menos.