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Padre nuestro que estás en el cielo

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Padre nuestro que estás en el cielo

El periodista de EL DIARIO que hizo guardia aquella noche de 2006 en los pasillos de la Clínica Marañón hasta que se comunicó oficialmente el fallecimiento, pide la palabra diez años despuésp2 Padre Hugosss

Pasó una década. “Padre nuestro que estás en el cielo”, titulamos entonces. Como hoy, como siempre…

Y vos no diste vuelta la página. Seguiste recordando a Hugo, obrando como él, en la medida de tus posibilidades, porque te hizo entender el Evangelio casi sin leértelo, a su manera, recorriendo con su furgón las panaderías por las madrugadas, juntando las migas por aquí y por allá, a un lado y al otro del río; pidiendo para darlo todo después, multiplicando para que los humildes mojaran algo en el mate cocido a lo largo del día.

Siempre estaba llena la casa de Hugo Salvato. Nacido en Pieve di Curtarolo, en la campiña italiana, y con un castellano ensayado acá, en las Rosarinas, se las ingenió para revolucionar los templos locales. Primero la Catedral, después la Parroquia de Lourdes y más tarde la quinta San Ignacio… Los torneos de fútbol, el grupo de scouts, los albergues… La Comunidad Joven para la Gran Comunidad. Su sueño. Por una puerta o por la otra, los hacía entrar con fe. Y allí se mezclaban los hijos de los obreros con los de las familias más acomodadas; siempre listos; todos para uno y uno para todos. Su especialidad era llenar la casa, muy parecida a la de Dios, con toda seguridad. La llenaba de creyentes y de ateos; todos creían en él.

 

Creían que ese grandote en sandalias, pasionista, con los dedos grandes y cansados de la diabetes; era como Cristo.

 

Por eso es que bautizaba de a muchos, confirmaba de a tantos, casaba a tuti il mondo.

 

Hugo, el padre Hugo. Padre nuestro que estás en el cielo.

 

Vuelvo a vos, que vas de tanto en tanto hasta la quinta San Ignacio en silencio, con unas flores en la mano. Mirás la tumba desde el portón, cuando está cerrado y no te animás a trasponer el silencio.

Hoy habrá muchos, habrá una placa nueva, pintura fresca, como debe ser. Todo oficial. Hasta han instituido el Día del Amor al Prójimo en su memoria y está bien que así sea.

Pero a partir de mañana habrá pocos, pasado habrá menos y luego volverá a estar solito mi alma. Solito para vos, para recibir tus flores como confesiones, como caricias: le pusimos tu nombre, Hugo Salvato, a la escuela de las 400 Viviendas.

Andá nomás, contale todo, que Hugo es de esos curas que tienen siempre abiertas las puertas del corazón, como decía aquél, “con un oído en el pueblo y el otro en el Evangelio”.

No le recuerdes el obispo pequeño que lo expulsó de la Iglesia, no le hagas prensa que ya nadie lo recuerda (lo apartó de la institución, pero no lo pudo apartar de los fieles). Recordale al obispo grande, Roberto Rodríguez, el que lo reincorporó a la Diócesis.

Contale de los hijos que te bautizó, de ellos y sus amigos solidarios, de los que comparten el pan, de los que mitigan el dolor del otro, el llanto ajeno, la inundación de las almas.

 

Hugo no va a ser santo de puro milagro, mirá. Porque está más que demostrado que curaba el dolor de panza al solo paso de su furgón cargado de panes.

 

Hugo no va a ser. Hugo es. Vive y reina por los siglos de los siglos en la casa de los humildes de esta parte del mundo.

Amén.

Sergio Vaudagnotto