Cantos a Berenice

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Cantos a Berenice

Berenice fue una gata de la poeta Olga Orozco, que le dedicó un libro completo, en 1977, muy recomendable para los amantes de los gatos. Un homenaje inigualable, del cual extraemos una parte para compartir con los lectores

 

XII

¡Y hay quien dice que un gato no vale ni la mitad de un perro muerto!

Yo atestiguo por tu vigilia y tus ensalmos al borde de mi lecho,

curandera a mansalva y arma blanca;

por tu silencio que urde nuestro código con tinta incandescente,

escriba en las cambiantes temporadas del alma;

por tu lenguaje análogo al del vaticinio y el secreto,

traductora de signos dispersos en el viento;

por tu paciencia frente a puertas que caen como lápidas rotas,

intérprete del oráculo imposible;

por tu sabiduría para excavar la noche y descubrir sus presas y sus trampas,

oficiante en las hondas catacumbas del sueño;

por tus ojos cerrados abiertos al revés de toda trama,

vidente ensimismada en el vuelo interior;

por tus orejas como abismos hechizados bajo los sortilegios de la música,

prisionera en las redes de luciérnagas que entretejen los ángeles;

por tu pelambre dulce y la caricia semejante a la hierba de septiembre,

amante de los deslizamientos de la espuma al acecho;

por tu cola que traza las fronteras entre tus posesiones y los reinos ajenos,

princesa en su castillo a la deriva en el mar del momento;

por tu olfato de leguas para medir los pasos de mi ausencia,

triunfadora sobre los espejismos, el eco y la tiniebla;

por tu manera de acercarte en dos pies para no avergonzar mi extraña condición,

compañera de tantas mutaciones en esta centelleante rotación de quince años.

No atestiguo por ti en ninguna zoológica subasta

donde serías siempre la

extranjera.

Apuesto por tus venas anudadas al enigmático torbellino de otros astros.

 

XVI

No invento para ti un miserable paraíso de momias de ratones,

tan ajeno a tus huesos como el fósil del último Kinvierno en el desván;

ni absurdas metamorfosis, ni vanos espejeos de leyendas doradas.

Sé que preferirías ser tú misma,

esa protagonista de menudos sucesos archivados en dos o tres memorias

y en los anales azarosos del viento.

Pero tampoco puedo abandonarte a un mutilado calco de este mundo

donde estés esperándome, esperando,

junto a tus indefensas y ya sobrenaturales pertenencias

-un cuenco, un almohadón, una cesta y un plato-,

igual que una inmigrante que transporta en un fardo el fantasmal resumen del pasado.

Y qué cárcel tan pobre elegirías

si te quedaras ciega, plegada entre los bordes mezquinos de este libro

como una humilde flor, como un pálido signo que perdió su sentido.

¿No hay otro cielo allá para buscarte?

¿No hay acaso un lugar, una mágica estampa iluminada,

en esas fundaciones de papel transparente que erigieron los grandes,

ellos, los señores de la mirada larga y al trasluz,

Kipling, Mallarmé, Carroll, Eliot o Baudelaire,

para alojar a otras indescifrables criaturas como tú,

como tú prisioneras en el lazo de oscuros jeroglíficos que las ciñe a tu especie?

¿No hay una dulce abuela con manos de alhucema y mejillas de miel

bordando relicarios con aquellos escasos momentos de dicha que tuvimos,

arrancando malezas de un jardín donde se multiplica el desarraigo,

revolviendo en la olla donde vuelven a unirse las sustancias de la separación?

Te remito a ese amparo.

Pero reclamo para ti una silla en la feria de las tentaciones;

ningún trono de honor,

sino una simple silla a la intemperie para poder saltar hacia el amor:

esa gran aventura que hace rodar sus dados como abismos errantes.

 

El paraíso incierto y sin vivir.

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