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Charrúa y algo coqueta

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Charrúa y algo coqueta

Lindera al Río de la Plata, la ciudad combina la típica sencillez oriental con una pizca de glamour argentino. Espíritu campero, puerto de yates y agradables playas

Escribe: Pepo Garay
ESPECIAL PARA EL DIARIO

armelo es una de las primeras localidades con la que se encuentra el viajero argentino que llega a la siempre a mano Uruguay. Hermosa la bienvenida y, sobre todo, muy representativa: enclavada en las orillas del arroyo de las Vacas, hermanada con el Río de la Plata, la ciudad/pueblo goza del perfil característico de la República Oriental. Léase vegetación y playas, urbanidad con talante campero, tranquilidad en lo cotidiano y en el hacer, decir y pensar de sus habitantes, y la poesía pura de un país experto en sentir las cosas a fondo, y en silencio.

Lo palpita directo el forastero que pisa la sencilla y a la vez coqueta localidad. Sencilla (dicho como un halago) porque es uruguaya, y con eso está todo dicho. Coqueta, porque con el tiempo se fue convirtiendo en una escapada clásica para las clases altas porteñas, con todo lo que ello acarrea. Igual puede quedarse tranquilo el arisco a tales modos: en general, el municipio conserva su marca charrúa tradicional, alejada de la ostentación, y cercana a lo realmente importante (aquel que necesite más pistas al respecto, le basta con poner “Discurso de Pepe Mujica” en YouTube).

 

Vida de playa

Pasa en arroyo de Las Vacas, que tiene cuerpo y cara de río, y antes de irse a morir al cercano Río de la Plata, divide a Carmelo en dos, al ritmo de arboledas sabrosas y sabias, y de playas como perlas. En ese sentido, destaca Playa Seré. Un regalo de arenas finas y blancas y aguas refrescantes como pocas, que conforma “el” espacio para pasar veranos inspiradores. El aura es vital, familiar, preciosa.

Otra opción es alejarse unos seis kilómetros de la ciudad y sus 20 mil habitantes y dirigirse al Balneario Zagarzazu, que linda con algunos restaurantes de lujo y un hotel hecho para las élites. Si no, hacer un viaje corto hasta la vecina Nueva Palmira (y disfrutar de la bonita playa de Punta Gorda) o contratar una excursión a la argentina isla Martín García. O volver a Carmelo y conocer el Puerto de Yates (hinchado de embarcaciones, la mayoría venidas desde Tigre), el área de campings (son varios y bastante completos), las llamadas canteras del Cerro (que presentan una especie de laguna, ideal para practicar buceo), el famoso Puente Giratorio y el Casino local.

 

Espíritu oriental

Pero no todo es agua y arena en Carmelo. En la zona del centro, la idiosincrasia uruguaya respira no sólo en él un mate y termo per cápita en cada casa y espacio público, si no también en la arquitectura, por ejemplo. Construcciones avejentadas y bellas sacan a relucir el espíritu oriental en nueva cuenta, en el rededor de plazas como la Independencia, Artigas, de la Madre y de las Naciones.

Lo mismo convida la zona rural con distintos rincones para conectarse con la naturaleza y los aires telúricos del Uruguay. Al respecto, hay que nombrar los viñedos (una media decena de bodegas sientan domicilio en la región), la Reserva de Fauna (con sus cisnes, ñandúes, tortugas, pavos reales, carpinchos e incluso ciervos), la Calera de las Huérfanas (y su museo histórico), la Capilla San Roque y la Estancia Narbona.

 

Cómo llegar

El villamariense común tiene dos formas de llegar a Carmelo directamente: por tierra y por agua. En el primer caso, tendrá que atravesar la frontera Gualeguaychú (Entre Ríos)/Fray Bentos, y una vez en la localidad uruguaya tomar la ruta 21 en dirección sur, por apenas 140 kilómetros (el total a recorrer desde Villa María es de 670 kilómetros).

En caso de escoger la segunda opción, habrá que dirigirse a la localidad de Tigre (en la zona norte de la aglomeración conocida como Gran Buenos Aires) y desde allí tomar la embarcación que conecta a ambos puertos en dos horas y media de viaje, aproximadamente.

RUTA alternativa – Templo tokiano

Por el Peregrino Impertinente

Además de enormes rascacielos y un caudal de gente que no te lo consigue ni Perón con lluvia de choripanes, Tokio está atiborrado de templos. Entre ellos el Sensoji, que sobresale con ímpetu por ser el más antiguo de la capital japonesa. Ciudad primermundista si las hay, al punto de que Rocky Jiménez podría transitarla tranquilamente sin temor a que lo baleen por error.  

Nacida en el meridiano del siglo VII, la sagrada construcción está dedicada a la religión budista, cuyos practicantes la consideran más como una filosofía de vida que como una doctrina de fe. Allí, los fieles profundizan en conceptos como alma, espíritu, austeridad y rechazo de lo material. Todo, justo antes de volver a prender el I-Phone para ver el nuevo corte de pelo de Shakira, pagar la cuota de la Honda 500 que ya embargó el banco y comprar un reloj “Petus 3.0”, que además de decirte la hora te brinda otros servicios.

Pero sin dudas, lo que realmente valoriza al Sensoji es su arquitectura. La fascinante obra resume de forma bella y armónica postales típicas del país del sol naciente, de la mano de techos con tejados a cuatro aguas, torres de campana, estatuas del Buda y dioses guerreros, puertas de arcos y columnas, farolas y cantidad de carteles tallados en madera con inscripciones en japonés antiguo. “Pagá la entrada, gato” o “P… el que lee”, rezan los carteles de acuerdo al guía, quien como todos los de su profesión es muy pícaro y dicharachero.  

Cabe señalar, también, que el templo tuvo que ser prácticamente reconstruido luego de los bombardeos aliados durante la Segunda Guerra Mundial. “Pero si nosotros somos más buenos que Koji Kabuto”, dijo entonces el sorprendido emperador de Japón, mientras jugaba al Estanciero con Hitler.

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