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Club Unido Insular Alemni

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Club Unido Insular Alemni

P55-f1 (ilustración)Escribe Jorge Rossi (*)

Yo soy uno de los pocos que se acuerdan del club más impresionante que dieron las dos Villas: el Club Unido Insular Alemni. Lo fundaron nuestras viejas, reunidas bajo el título de Las Tejedoras, a fines del 53, cansadas de que los grandotes pavos de Villa María y Villa Nueva se pusieran a pelear como chicos cada vez que había un clásico.

Una tarde como tantas en que se juntaban a tejer, a una le surgió la idea de fundar un club de fútbol en tierra neutral y que en la comisión no tuvieran cabida los hombres. Así fue que, manos a la obra, consiguieron un tipo que les desmontara la isla que está bajo lo que ahora es el puente Alberdi y plantaron el estadio único.

Le pusieron ese nombre que les digo, fusionando los otros dos, para acabar con las rivalidades. Bajo la autoridad del palo de amasar hicieron afiliar a los maridos y pusieron como presidenta a Juana Reynoso, más porfiada que una mula tuerta.

Como tenían poco presupuesto se las arreglaban como podían: pantalones cortos y camisetas de lana, mangas cortas para el verano, con los colores del Milan de Italia. Las redes de los arcos fueron tejidas al crochet y en lugar de banderines en los córneres, pusieron cuatro bufandas negras y rojas. En la cantina, para evitar las peleas de los borrachos de siempre, servían té con masitas vainillas hechas por la Porota Frondizzi. Los hijos conformamos el equipo del cual yo era suplente y la Juana, técnica.

Por aquel entonces, contrataron un solo jugador: Washington «Sanquichú» Fiatti, que parecía más uruguayo que otra cosa, salvo por un detalle: detestaba a muerte el mate amargo. Lo trajeron como arquero, pero resultó ser un excelente número nueve dada una cualidad que nunca más volví a ver en nadie: su flaqueza. Era tan flaco que cuando lo mirabas de frente o de espaldas no pasaba nada, pero si lo mirabas de perfil ya no lo veías. De ahí se ganó el apodo “el fantasma del gol”.

El tipo tenía una jugada que la patentó el Bocha Ligorria (al pedo, porque ningún jugador la pudo volver a hacer): corría hacia el banderín del córner, la marca siguiéndolo de atrás, comiéndole los talones, hasta que de repente el tipo se le ponía de perfil. El marcador se quedaba buscando el aire como un perro que perdió un hueso mientras “Sanquichú” ya cabeceaba un centro al segundo palo, de pique al piso.

Jugaba como un nueve clásico, es decir, de pesquero. Aclamado por la hinchada, insultado por los compañeros que le pedían mayor marca y compromiso, el tipo la pasaba bien. En el entretiempo, la Flora Dominuci lo abanicaba mientras el Washington descansaba en una hamaca paraguaya que ella le tejió especialmente para él (lo quería como a un hijo).

Alemni fue una cosa tan atrayente como pasajera, a causa de la creciente del 54. Después de un buen campeonato (el único, en el cual se ganaron varios partidos, se perdieron otros y el último, el definitivo, el del medio empate) el club desapareció y volvió a su dualidad clásica que aún pervive.

Fue un domingo como todos. La gente llegaba en sus piraguas, en botes y hasta en chalupas al estadio. Te dabas cuenta de los colados porque llegaban chorreando agua. Los más sofisticados lo veían desde el casino flotante: un catamarán en donde se podía jugar al sapo, al truco con porotos o ver el partido desde el techo en unas reposeras de arpillera.

Jugamos contra Sarmiento. El Fantasma Fiatti hacía de las suyas: jugador de las dos áreas (una en cada tiempo), se la pasaba desorientando a los rivales. No se lo veía entrar a la cancha: de bien que estabas trotando para calentar, un vientito fresco y ahí aparecía el tipo, de repente, como por arte de magia, elongando con la pierna en alto sobre el techo del banco de suplentes. Esa tarde íbamos 0 a 0 y estaba trabado. El fantasma desperdició dos por arriba del arco y cayó en el área rival faltando un minuto.

Las viejas cebaban mate con Gancia (que, según ellas, era para revertir los efectos del calor) y gritaban promesas obscenas a su número 9 (promesas de beodas) si conseguía ese tanto definitivo. Pero un viejo que estaba colgado del alambrado gritó “¡creciente!” y una ola gigante nos inundó el estadio en un segundo, llevándose las hamacas paraguayas, la cantina, las tazas de té, el arco y la pelota, todo río abajo.

No supimos nunca si la pelota entró: sabemos que se fue en la misma dirección que lo hizo el arco. A lo mejor el gol terminó de concretarse en Ballesteros o algún que otro arenero se quedó con ella. Lo que nos dejó amargados fue que elfantasma, el casi uruguayo, nuestro querido Washington “Sanquichú” Fiatti, desapareció, fiel a su estilo, en una mezcolanza de ramas, bufandas destejidas y ovillos de lana.

Si me preguntan, creo que aprovechó su truco para evitar que las tejedoras cumplieran su promesa (se la tenían jurada).

Algunos dicen que hasta el día de hoy se lo puede ver en algún campito de la periferia desplegando sus gambetas de figurita egipcia, apareciendo como un demonio implacable dentro del área, de pique al suelo. Pero eso ya es parte de otro mito, de otra historia que no podría contarles.


(*) Escritor nacido en Pozo del Molle y radicado en Villa María

 

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