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Edgar Wildfeuer: “Tenía siempre las esperanzas de sobrevivir”

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Edgar Wildfeuer: “Tenía siempre las esperanzas de sobrevivir”
“Para que el futuro tuyo sea siempre una sonrisa”, fue la frase que Edgar le regaló a la entrevistadora, Cándida Medrano, al finalizar la nota

Habla el único sobreviviente del Holocausto residente en Córdoba

Llegó a nuestra provincia en 1949 para vivir junto a los parientes de su novia en aquel entonces. Escribió un libro y realizaron un documental con la experiencia vivida en Auschwitz y las distintas situaciones experimentadas en primera persona bajo el régimen nazi. Hoy, a punto de cumplir 95 años de vida, repasó parte de su historia en una entrevista exclusiva para EL DIARIO

 

En la piel de Edgar aún quedan resabios de tinta del número “174.189” que le tatuaron los nazis al ingresar a Auschwitz, uno de los campos más temidos

Escribe Cándida Medrano (*) ESPECIAL PARA EL DIARIO

Para comenzar con la entrevista me gustaría citarles una frase de la película El niño con pijama de rayas, la cual fue escrita por John Betjeman, un poeta ingles, y dice: “La niñez se mide a través del sonido, olores y observaciones antes de que aparezca la sombra oscura de la razón”.

-Hábleme de su infancia, Edgar, de esos sonidos, de esos olores y observaciones. ¿Cuáles son los recuerdos más vivos de aquella etapa que siempre vienen a su mente? ¿Cómo recuerda esos momentos junto a su familia, sus padres y abuelos?

-Nací hace 94 años en Polonia. Mi padre era ingeniero ferroviario y por su profesión vivimos en varios lugares de ese país, pero estuvimos más tiempo en Cracovia, donde hice mis estudios primarios.

Dos años antes de la guerra nos encontrábamos en la ciudad de Torum, que está en Pomerania, cerca del mar y que es famosa porque allí vivía Nicolás Copérnico. Ahí en Cracovia empecé la secundaria. Mi niñez era como la de todos los jóvenes de aquella época, obviamente que no había ni celulares ni todo lo que hay ahora, los aviones recién empezaban a volar, pero lo pasé bastante bien.

Viajábamos mucho en tren y teníamos viajes gratis o pagábamos un porcentaje del pasaje por el trabajo de mi padre, Mauricio, el mismo nombre que mi hijo. A raíz de eso siempre en mi infancia puede viajar.

Viajé mucho hasta el año 1938, que nos fuimos a Francia cruzando por Alemania, que ya estaba con (Adolf) Hitler en el poder. Había mucha tensión con los judíos. Para este entonces, esto era una cosa de locos.

Mi abuela materna murió en la guerra. Con mis abuelos paternos no tenía mucha relación y cuando estalló la guerra nos refugiamos ahí en la casa de mi abuela materna, en la ciudad de Lwow, que ahora se llama Lviv, y esa parte fue ocupada por la Rusia soviética. Allí pasamos 21 meses bajo el régimen comunista durante la dictadura de Stalin, nada agradable, por cierto.

Tuvimos mucha suerte de que no nos mandaron a Siberia, después vinieron los alemanes y fue un momento de horror… tiempos de guetos, de campo de trabajo. Logramos escapar de Lwow y fuimos a un lugar donde vivía mi abuelo paterno, que era un agricultor y tenía un pequeño campo con animales, cerca de la frontera con Eslovaquia, estuvimos en el año 46 por unos meses. Nuestra situación era bastante particular porque ya todos los judíos vivían en los guetos, pero nosotros éramos de los pocos que vivíamos en nuestra propia casa.

El 13 de agosto del 42 llegaron los nazis y simplemente mataron a todos. Yo me salvé porque para ese entonces trabajaba en una compañía que hacía caminos y como sabía alemán el capataz me usaba para algunos trabajos que necesitaba… Yo iba con su bicicleta al puesto fronterizo cercano y le alcanzaba todos los días el almuerzo. Cuando iba en el camino me encontré con un grupo de nazis.

Me salvé porque le llevaba la comida a mi jefe, pero cuando llegué al lugar en donde trabajaba me encontré con el cadáver de mi padre, que había venido a avisarme que habían matado a toda nuestra familia. El estaba trabajando en otro lado y se enteró que yo estaba ahí y me fue avisar. Y bueno, ahí cuando lo vi a mi padre se me vino el mundo abajo en ese momento perdí la memoria y la noción del tiempo.

-Siguiendo con esto de la niñez, ¿qué imagen tiene de los niños durante los años de la guerra, de la vida en el gueto y los días en los campos de concentración?

-Prácticamente los niños que lograron sobrevivir fueron aceptados y tolerados por los nazis. La regla general era: cuando llega gente al campo de exterminio se hacía una selección y a esa selección la hacía un médico o cualquier capo o sargento nazi. Todos los que eran jóvenes menores de 14 años, viejos mayores de 50, mujeres embarazadas o con muchos niños, todos los que parecían enfermos y hasta el que tenía anteojos o cuya cara no le gustara al tipo que hacía la selección, iban a la cámara de gas. Así que era muy poca la posibilidad de que los niños sobrevivieran. Si quedaron algunos era para los fines de algunos estudios médicos o experimentos como lo hacía el doctor Méngüele. Pero siempre los niños estaban separados de los adultos y los padres, apartados, ni siquiera tenían piedad por ellos. En los campos sí había niños, pero estaban separados porque también los mataban, mataban a todos. Muchas familias llegaron con muchos niños. Los chicos que eran un poco mayores podían servir para trabajar. Lo que pasaba era que a cada rato venían camiones y se los llevaban, así que si quedo alguno fue por una rara suerte.

-Usted en un momento del documental relata: “A los 17 años me quedé solo, como una hoja al viento, sin saber qué hacer”. ¿Qué se le vino a la mente en ese instante? ¿Cómo siguió adelante? ¿Qué fue lo primero que hizo?

-Sí, fue en ese momento en que al llegar al lugar donde trabajaba me encuentro con el cadáver de mi padre. En ese momento tenía la memoria en cero y así como estaba, con la ropa de trabajo, caminé 14 kilómetros hasta la ciudad departamental y fui al gueto, a la casa de un amigo de mi padre. Después no sé cómo arreglaron, pero a mí me mandaron a un campo de trabajo en un lugar donde se hacía polígono de tiro para auxiliares ucranianos. En realidad me pusieron ahí porque un tipo puso plata para salir de ahí y necesitaban uno en su lugar.

A mí cuando se me terminó el tiempo donde hacía polígono de tiro me mandaron a Cracovia. El gueto de Cracovia cuando se hizo tenía 80 mil habitantes y cuando yo llegué no llegaban a 12 mil.

Como yo era candidato porque no tenía nada que hacer, y el que no tenía nada que hacer iba directamente al exterminio, me colé al campo de Plaswow que recién se estaba abriendo. Me presenté y ahí quede para poder salvar mi vida. Empecé a trabajar haciendo ese campo, demoliendo las lapidas de un cementerio, emparejar, poner las barracas y cuando todo estaba listo se liquida el gueto de Cracovia y nos llevan al campo, obviamente previa selección que mataron al 30% de la población que para ellos (nazis) no le servían para nada.

-Usted trabajó para una de las empresas de Oskar Schindler. Allí fue ganando experiencia como carpintero, ¿verdad?

-Schindler cuando llegó compró con la plata de los judíos, una fábrica de ollas y la transformó en fábrica de municiones y a la gente que le había prestado dinero, como protección, la puso trabajando en la fábrica, le ofreció seguridad. Cuando se liquida el gueto toda la gente va a la fábrica, pero entre la fábrica y el campo había mucha distancia y en el camino se hace un subcampo, un pequeño campo para la gente que trabaja para Schindler.

Un día se pide más gente para trabajar en una de las tres fábricas que tenía. Yo entré en una fábrica de cajones, porque conocía a una chica cuyo novio trabajaba en la sección de personal y me metió en un grupo que iba dirigido a esa fábrica.

Entonces, esta fábrica de cajones antes tenía 15 trabajadores y cuando llegué yo subió a 25. Ahí hacía cajones de madera, como esos de fruta, vio. No se bien si eso era de Schindler o que. Yo sé que al fin de año 43 se cierra esa fábrica y ahí nos mandan de nuevo a Plaswow. Cuando llegue allí me registré como carpintero, aunque no sabía nada más que cortar madera con sierra circular, y en ese momento viene un pedido de Auschwitz de carpinteros y herreros.

-Y así fue cómo llegó a Auschwitz… ¿Cuál fue la primera impresión que tuvo al llegar al campo? ¿Usted creyó que nunca saldría de allí o estaba seguro de que el ser “un obrero especializado” lo ayudaría a sobrevivir?

-Entré al campo por la puerta trasera como pedido. Cuando me hicieron el examen de selección no lo aprobé, cuando agarre el cepillo, el que examinaba dijo: “Este no sabe nada de carpintería”, pero al otro día justo cuando me llamaban, salió un tipo de un galpón y pidió gente para la limpieza. Y caí yo con otro chico, otra vez suerte.

Empezamos a limpiar y al cabo de un tiempo se enferma uno del banco de carpintero, es decir, un ayudante de carpintero. Después se abre otro galpón y necesitan alguien que trabaje con sierra circular y siempre hay uno metido que dice “conozco a alguien” y me mandaron a mí, nada más que yo antes trabajaba con sierra de 20 centímetros y ahí me tocó con una de 1 metro y además que fui aprendiendo, también le caí bien al capataz del galpón. Me mandó una máquina muy especial que hacia machete y cuando mandaban a inspeccionar los trabajos, siempre ponían la maquina en funcionamiento y hacían muestras, gracias a Dios sabía bastante bien alemán para poder explicar lo que hacía. Y así sobreviví en Auschwitz. La pasé bastante bien a comparación de otros.

-¿Qué sintió cuando llegó a Auschwitz?

-No tuve miedo al llegar. No pensaba en eso en ese momento. Nos asustamos un poco porque vimos gente muy gorda (a comparación nuestro) porque daban mucha sopa ahí.

-Pensé quizás que Auschwitz era el campo más temeroso…

-Bien, nosotros en ese momento no sabíamos muy bien lo que pasaba allí. Los alemanes no le contaban a nadie, los rumores empezaron a correr recién para el 43 que al desaparecer el gueto de Cracovia estaban llevando gente a los campos de exterminio como el de Treblinka.

En la estación donde salían los famosos trenes llenos de personas en los vagones, les decían que los enviaban a Rusia a trabajar y se fue descubriendo que era mentira, ya que el tren no podía hacer más de 100 km y en contacto con guerrilla polaca se enteraron adónde los enviaban. Además había contacto entre guetos donde circulaban estas noticias. Así que no se sabía muy bien cómo era el panorama de Auschwitz. A mí me llevaban de un campo a otro para trabajar, pero se sabía que allí nada bueno había. Sabía que no me mandaban para exterminio porque trabajaba.

-En el documental también cuenta: “Todos los días se encontraban cadáveres en los alambres electrocutados del campo de la gente que ya no podía sobrellevar esa vida y se suicidaba”. ¿Pasó alguna vez esto por su cabeza? ¿A qué se aferraba? ¿en que creía? ¿Qué lo alentaba a seguir adelante y mantener las esperanzas de sobrevivir?

-No, yo no tenía necesidad de hacer eso, porque dentro de todo era la vida de un esclavo que iba y venía de trabajar, pero era una vida, seguía con vida.

Además sabíamos que Alemania iba perdiendo la guerra, ya sabíamos que en el 44 los americanos habían desembarcado en Normandía y ese día nos dieron en el campo un complemento más de comida para que no haya demasiado lío.

Y bueno, uno también se daba cuenta de hasta dónde uno llega, pero tampoco era tan fácil porque del 80% que llegaba a Auschwitz, aunque faltaban cuatro meses para que terminara la guerra, no sobrevivían.

Tenía siempre las esperanzas de sobrevivir, o por lo menos tratar de sobrevivir hasta que se pueda, nunca se me pasó por la cabeza tirarme al alambre ni nada por el estilo.

Vivíamos el momento, día a día sin pensar demasiado, sabiendo que cualquier día nos podía tocar marchar a la cámara de gas y con leves esperanzas de que algo iba a pasar, porque sabíamos bien de la ofensiva rusa y cuando evacuaron Auschwitz ya sabíamos que los rusos ya habían entrado a Alemania.

-¿Cómo era un día en Auschwitz? ¿A qué hora despertaba? ¿Qué tareas realizaba? ¿Cómo recuerda a sus compañeros de campo? ¿De qué hablaban entre ustedes?

-Creo que nos despertaban a las 5, nos daban el desayuno con un sustituto de café, un pedazo de pan con un queso podrido y a veces un poco de fiambre de un milímetro de espesor y después te traían la sopa.

-Y usted tenía la suerte de tener comida, porque la comida no era para todos…

-Sí, yo la recibía porque trabajaba y como era obrero especializado a veces me daban un premio, que era limpiar el tacho de la comida y de ahí sacaba un poco, o te daban unos cigarrillos o plata que corría en Auschwitz y te podías comprar pan o ropa, casi siempre me compraba ropa porque trataba de tener pinta de decente.

-¿A usted lo trataban bien dentro del campo?

-Sí, comparando con otros puestos de trabajos u otros campos donde te molían a palos. En Auschwitz a mí nadie me pegó, pero todo era porque trabajaba y porque tenía buenos tratos con el alemán.

Sí recuerdo algunos compañeros, algunos sobrevivieron conmigo, estuvimos juntos en la retirada y en algunos campos en Austria, que eso sí que era el infierno.

Algunos hablaban de comida, de qué íbamos a comer cuando quedáramos libres, eso era el tema en Austria más que todo porque allí sí nos moríamos de hambre y se hablaba de la política, de todo. En realidad no había mucho tiempo tampoco para hablar, porque a las 21 ya nos encerraban y había que ir a dormir, no se podía andar por ahí.

-¿Las noches en Auschwitz cómo eran?

-Nosotros dormíamos en un subsuelo donde cada uno tenía una litera, en contraste con otros sectores o campos donde se apilaban tres literas y todos amontonados. Yo cuando cobraba cigarrillos siempre le daba alguno al capo porque cada galpón tenía un capo, y bueno, él estaba bien conmigo y hasta me prestaba el diario para leer.

-Usted estaba con todos hombres allí, ¿no había mujeres?

-No, no. En Auschwitz casi no había mujeres. Una vez llegaron dos al galpón donde trabajaba yo y trabajé un tiempo con ellas, pero después no sé qué pasó, las sacaron y las mandaron a Birkenau, eso sí que era bravo, yo por lo menos en Auschwitz tenía sábanas.

-Después de Auschwitz usted fue trasladado a dos campos en Austria, hasta que el 6 de mayo de 1945, el día de su cumpleaños, el campo fue liberado por los ingleses… ¿Cómo fue ese momento que sabía que el infierno ya había acabado?

-Primeramente nos reunieron en la plaza de conteo donde se contaba a todos los presos y si no encontraban el número, se podía estar todo un día parado ahí. Nos reunieron y había varios coches de las SS, querían que entráramos a unos túneles, porque allí en esos campos se trabaja con túneles, y salió un muchacho de administración gritando que no entráramos ahí porque iban a dinamitar esos túneles con nosotros dentro.

Ellos en realidad nos decían que era para protección y como estaban apurados porque sabían de la resistencia, se van y nos dejan al cuidado de unos viejos alemanes de la Guardia Civil, que en vez de tirar las armas e ir a casa porque la guerra estaba terminando se quedaron ahí cuidándonos. Pasaron así dos días, porque los yankees estaban en la ciudad, pero no sabían de nosotros.

El 6 de mayo, yo cumplía 21 años, la guerra terminó el 8. El 6 llegó un tanque y tomó prisioneros a los que nos cuidaban, dejaron la puerta abierta y los que podían caminar se acercaron y pidieron médicos y comida porque la gente se moría de hambre y de enfermedades. Ellos se fueron y dejaron la puerta abierta, pero la gente tenía miedo de salir.

Así como yo cuento siempre de la jaula y el canario, si le abren la puerta no se va porque no conoce la libertad… Al final salimos y fuimos a la casa de los guardianes a buscar comida, pero tampoco había nada ahí, mientras tanto los yankees nos mandaron comida, pero mandaron la que consumían ellos, como guiso con papas y carne, y a nosotros nos daban en Ebenesse (otro campo) un cuarto de pan, que había que poner la gorra para recibirlo, y un litro de agua con cáscara de papas.

Con esa comida, si alguien vivía más de cuatro meses era un héroe. Así fue como esa misma noche hubo desastre, murieron como 600 personas, se les reventaron los intestinos por el cambio brusco del régimen de alimentación y además algunos comían tres porciones y los otros que estábamos afuera nada. Finalmente, recién al otro día a la mañana vinieron de la Cruz Roja.

-¿Usted pudo gozar de buena salud durante mucho tiempo, se sentía bien?

-Mira, yo pesaba 45 kilos para ese entonces cuando nos liberaron, dos o tres días más no sé qué hubiera pasado. Ya estaba tan cansado que fui a lo que allá se llamaba dispensario donde uno se presentaba, dejaba sus cosas, le daban un camisón y se acostaba en el piso a esperar la muerte porque ahí ni aspirina te daban. Mucha gente lo hacia porque ya no tenía más fuerza para caminar, pero había un medico polaco que me retó y me dijo que no hiciera eso, que ya todo terminaba, y bueno, lo escuché, agarré la ropa y me volví al campo.

Después que se terminó la guerra nos sacan de ese campo, sucios, llenos de piojos y nos llevan a otro que era para los trabajadores extranjeros porque como los alemanes todos estaban en el Ejército, para todo tipos de trabajos trajeron extranjeros, y después nos fuimos a una casa abandonada de una empresa minera y vivimos un tiempo ahí, hasta que llegaron unos soldados ingleses, que eran judíos y venían de Palestina, aquel entonces el estado de Israel no existía, y nos propusieron ir allá.

Muchos jóvenes como yo, que ya no tenían familias ni adónde ir, aceptamos que era mejor que volver a Polonia, donde ya no quedaba nada.

Al final no sé qué pasó, pero tomamos un tren y nos metimos en Italia, finalmente los ingleses nos encontraron en Bolonia y nos trasladaron a un campo de refugiados en Módena y de ahí nos mandaron al sur de Italia, a Santa María Di Leuca, que está en la punta de la bota de Italia donde se juntan los mares Jónico y Adriático, un lugar muy lindo.

Ahí estuvimos casi dos años.

 

El amor después del horror

-Después de varios y distintos recorridos usted llega a Santa María Di Leuca, Italia, donde dos cosas le cambiaron la vida, según comenta en el documental.

Decidió terminar sus estudios y conoció a una chica, Sonia, su mujer. ¿Cómo comienza a transitar los primeros pasos de esta nueva etapa, de esta nueva vida?

-Un día íbamos a la ciudad departamental Lecce y se rompe el vehículo. Llegamos a un bar que estaba al frente de una escuela, y al salir los chicos con todo ese bullicio me hizo pensar: ¿Qué estoy haciendo con mi vida? ¿Por qué no hago algo para terminar mis estudios?

Con muchas dificultades y muchos problemas logré rendir el bachiller en italiano, un idioma desconocido para mí, porque si bien hacía dos años que estaba allí, hablaba italiano del mercado no formal, pero lo logré y me anoté en la universidad e hice dos años de Ingeniería. Pero también conocí a una linda chica.

-¿Cómo conoció a esta chica?

-Caminando, justo ella se cruzó y dije “mira qué linda chica”, y nos pusimos hablar. Empecé a ir atrás de ella, pero ella tenía muchos pretendientes, pero yo era el más perseverante y así los podía eliminar a todos.

-¿Qué hacía Sonia allí?

-Sonia, cuando tenía 14 años la mandaron a un campo de trabajo en Lituania. Pasó por varios campos, se enfermó de tifus dos veces.

La llevaron al campo de Stutthof (primer campo de concentración nazi construido fuera de Alemania y el último liberado por los aliados el 9 de mayo de 1945) y un día estaba en la fila de la gente que iba a la cámara de gas y faltaban mujeres para trabajar.

Pasó un capo y le levantó la pollera y dijo “esta tiene piernas fuertes para trabajar”. La sacaron de la fila, estaba abrazada con su madre.

Sobrevivieron ellas dos, su padre y un hermano. Su padre tenía acá en Córdoba una hermana, por eso vinieron acá.

Cuando Sonia llegó acá, yo desde allá la bombardeaba con cartas, así nos contactábamos, cada semana una carta de distinto color con besos y corazones, ella cada tres o cuatro cartas me contestaba y después de todo eso, un lindo día me invitaron a venir, y dejé todo lo de allá, trabajo y estudio y me vine acá ilegalmente en el 49.

-¿Cómo fue su vida acá?

-Sus padres me recibieron muy bien, No como un novio, sino como un hijo. Dos veces vino la Policía Federal para sacarme del país, pero iba a Buenos Aires y lograba la prórroga de ese tiempo. Tenía 15 días para irme a Paraguay, pero el policía vino recién al año (se ríe). Al final conseguí una cuña para solucionar esto y obtuve la ciudadanía en los tiempos de Frondizi.

-¿Acá termino de estudiar?

-Acá tuve que rendir equivalencias del bachiller, tuve que ir a Buenos Aires al colegio de San Carlos y tuve que empezar de nuevo la ingeniería y rendir todas las materias. Y bueno, terminé, conseguí un trabajo, hace 65 años que estoy casado con Sonia (91) y tenemos tres hijos, nietos y bisnietos.

-Después usted volvió a Europa, ¿no?

-A Europa fui varias veces, pero a Polonia fui en 2008 porque se lo prometí a un nieto, que me insistió tanto… Fuimos con la familia y después en 2015 me mandaron la invitación para el aniversario de los 70 años de la liberación de Auschwitz.

 

-¿Y qué recuerda de todo eso?

-Pasé por todos los lados donde estuve en mi infancia, donde nací y crecí, por la escuela, por lo que quedó de los campos, uno no lo pude encontrar porque cerca de Eslovaquia hicieron un dique y parece que quedó bajo agua y otros lugares que hoy son museos.

-Allí conoció a Máxima de Holanda, ¿verdad?

-A Máxima la conocí justamente en este acto. Ella preguntó si había alguien de Argentina y yo era el único. Pidió que me acercara, me la presentaron y hablamos un poco, ella me contaba de la casa de Ana Frank, yo le dije que la había visitado y mi hija se acercó y la abrazó. Le dijo: “Qué alta que es Máxima”, y ella le respondió: “Y eso que no llevo los tacos hoy”.

(*) Cándida Medrano – Profesora de Historia, egresada del Profesorado Gabriela Mistral.

 

Para ver y leer

Un libro y un documental sobre la vida de Wildfeuer

Edgar, historia de un sobreviviente. Se trata de un audiovisual testimonial-documental que impulsó el Ministerio de Educación de la Provincia. A lo largo de tres capítulos, Edgar Wildfeuer hace un repaso histórico de los hechos, en el que narra situaciones personales extremas como el asesinato de toda su familia a manos de las tropas nazis, quedando solo con apenas 17 años.

Se adentra en su propia historia como cruel testigo, contando su paso por los campos de concentración y muerte; entre ellos Auschwitz. Su relato estremece con anécdotas espeluznantes que transcurren hasta la finalización de la guerra y su liberación.

Auschwitz 174.189. El título del libro es la numeración que el hombre recibió al entrar al ese campo de concentración polaco. Los nazis tatuaban en el brazo a los prisioneros al ingresar. La publicación es el relato en primera persona de lo vivido por Edgar durante el Holocausto e incluso su vida después de atravesar por esa experiencia traumática.

 

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