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El callejero que disfruta su libertad

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El callejero que disfruta su libertad

Sentado debajo de una mesa chorreada de café, es un guerrero de la calle que parece diagramar la estrategia de la próxima batalla, aunque sólo esté descansando.

Minutos antes le movió la cola y coqueteó con una moza que pasó de prisa por el último mandado, también fue guardián de una dama que buscaba su dinero en la cartera y fue testigo de los besos interminables de una pareja apasionada. Una tarea habitual para él, que durante la mañana sigue en silencio los ruidos del centro y por la noche acompaña el silencio de los que se abrazan a la soledad y al trago, mientras observa detalladamente que los basureros dejen librado un hueso al azar.

Lo llaman pintita, pirata, gordo, pero da la impresión que se acostumbró al anonimato. Quizás disfrute más el reconocimiento de quienes lo ven llegar con los brazos abiertos, como lo hacen esos laburantes que tras el mediodía se juntan en la esquina de San Juan y Chile, y se extrañan cuando no perciben su presencia.

Supo ser transeúnte de otros bares alejados de plaza Centenario, pero la calle se patea y a veces te va pateando. Entonces se fue mudando de sus lugares de comida, de sus espacios de remanso y de sus pisos frescos. Y la plaza, como casi todas las plazas, es precisamente de todos. Allí comparte algunos momentos de sol y de aire, tanto como la mano dulce de un niño que lo acaricia y la violencia repentina de quienes no tienen otra cosa que ofrecerle más que eso, violencia.

Desde esa zona por donde pasa su mundo, elige las miles de opciones de neumáticos para orinar y, porque el arte es inmenso, tiene el privilegio de conocer el placer cultural del ser humano: Escucha a una joven que lee una poesía en voz alta durante una feria del libro, se deslumbra por los ensayos de un malabarista y hasta acompaña el final de obra de un artesano que espera vender en las ferias navideñas “para llevar el pan dulce a su casa”.

Sin embargo, es también el ser humano y sus mezquindades, el que diariamente amenaza con atentar su hermosa libertad.

“Ese perro durmiendo da mala imagen”, cuestionan aquellos que ni siquiera se miran al espejo con honestidad. Entre esa gente asoman incluso algunos comunicadores sociales, más preocupados por un animal ajeno que por una moral propia.

La imbecilidad va dominando la escena y es motivo suficiente para pensar que el mundo de este visitador de cafés, amigo del pueblo y de las cosas simples, pueda reducirse a una jaula por el resto de su vida.

El destino de un perro así parece siempre marcado por la facilidad de resolución: siempre es más sencillo destruir, esconder, matar, que construir, crear, dar vida.

En este caso nadie suele adoptar a los gordos viejitos y sin raza definida. Sólo la calle.

  1. M. G.

 

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