El gran Gato

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El gran Gato

Luisa Mercedes Levinson fue la única mujer a la que Jorge Luis Borges distinguió como para escribir en colaboración con ella un texto de ficción, «La hermana de Eloísa». En esta oportunidad, otro de sus grandes cuentos de la gran escritora argentina

La muchacha era muy joven y hacía poco tiempo que se había casado. ¿De modo que era esto? Y caminaba los extensos patios de su nueva antigua casa sin ventanas. Levantó la vista, todavía divisaba esa eterna puesta de sol demasiado larga y asfixiante. De pronto allí, en lo que debía ser la azotea, lo vio. Era un enorme gato gris que parecía venir de la guerra. Le clavó los ojos amarillentos y con una triste voz desafinada, maulló. ¿Era un repudio o un llamado?

La muchacha acudió. Subió la intrincada escalera del altillo. La única ventana que daba a la azotea estaba tapiada y era impenetrable, pero a través de sus ranuras vio al gato, con unos ojos de gato temerario y temeroso a la vez. El gato es el animal de ojos más cambiantes del mundo (pensó la muchacha). Los perros siempre tienen ojos de perro o de santo. En cambio en los ojos de los gatos pueden caber los de un juez, de un presidiario, de un cantor de boleros, de “nunca más” y de “tal vez”. Este gato tenía ojos de desconfiada espera, bajo una herida en mitad de la abultada cabeza un poco monstruosa de guerrero en desgracia.

La muchacha le habló dulcemente. Era lindo tener un oyente tan atento aunque no se acercara ni se entregara. Pero ella volvió al día siguiente y al otro y el gato se dejó curar entregándose a sus cuidados. Una especie de hisopo traspasaba las rendijas. El enorme gato aguerrido se dulcificaba y poco a poco empezó el contoneo. Una tarde ronroneó. Ya no era ese animal de presa temerario, sino simplemente un gato, y la muchacha empezó a reparar en su entorno, digamos, el patio, las paredes estaban cubiertas por enredaderas de jazmines del país, de dulce aroma. Descubrió que en el macetón había abierto un pimpollo de jazmín del cabo.

Todos los días iba al altillo y curaba la herida del gato que mejoraba. Pero éste, a cada hora, a cada momento ya, la llamaba, más imperativo, más urgente, ardientemente con su gran voz desafinada. Rogaba, exigía, quería más. Ella acudía y le hablaba, solo eso, y él se ondulaba y refregaba, era más gatunamente dichoso. La muchacha se dio cuenta de la importancia que para todos los seres representa la ternura, acaso tan importante o más que la satisfacción del hambre y del sexo. Ella también estaba menos triste, aparentemente necesitaba de eso.

Pero el gato insistía demasiado. No sabía que sus requerimientos podían ser intolerables o fatales en las horas en que la muchacha no estaba sola. El marido no podía soportar los maullidos estentóreos mientras el hombre buscaba su reposo y su solaz. Y lo decidió, había que terminar con el gato.

-La ventana está trabada -dijo la muchacha sabiendo el poco peso de su argumento-.

-Déjalo por mi cuenta -contestó el marido-.

Llegaron los hombres con una jaula. ¿Ves? Son de la Sociedad de Animales… le dijo. Y ella los vio subir con sus escaleras, su hosquedad y sus pertrechos, martillos e instrumentos. Empezó la cacería del gato. ¿Pero puede uno o muchos hombres alcanzar a un gato en sus propios dominios?

El marido y los otros jadeaban sudorosos, extenuados. Bajaron al patio. Ella, ella debía subir.

Ya no era la muchacha, era el otro, la bestia, ahora; y los hombres estaban en su contra. Ya la habían cazado, ¿qué hacer?

Los hombres la miraban amenazadores. La muchacha era, ante ellos, un triste gato sin atributos para saltar y huir.

Subió… Por primera vez estuvo en esa azotea. Por primera vez, al llamar al gran gato, lo vio frente a sí. Se miraron, se dijeron cosas. Después se abrió la puerta de la jaula y ella hizo el ademán. El gran gato entró. Entró con su ilógica fe, con su entrega, con todo su pasado de conocimiento en los hombres que de nada le servía, con sus derrotas y sus victorias. Solo, dulcemente, entró.

¿Quién cerró la puerta de la jaula con el gato adentro? ¿Los hombres o ella misma, como había cerrado todas sus puertas, siempre, las del sueño, del amor, de la espera, del quizás. Pero ahora ella estaba acá y el gato del otro lado.

Quedó allí, muda. Sobre sus ojos, la mirada del gran gato. Para siempre adentro de ella.

Había traicionado. La mirada seguía agujereando, agusanando, gangrenando adentro de la muchacha. La herida del gato estaba en ella.

Pensó en Judas.

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