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En Marruecos, con Roberto Arlt

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En Marruecos, con Roberto Arlt

Escribe Normand Argarate
Especial para EL DIARIO

En el tren entre Casablanca, Rabat y Tánger, en un camarote de segunda clase para seis personas, leí gran parte del trayecto las crónicas de viaje de Roberto Arlt, en Marruecos. El autor de las “Aguafuertes porteñas” tuvo un amorío en Tetuán, y cuando describe la partida de Tánger hacia Europa se sincera en su desgarramiento: “Cuando todo estuvo empaquetado y comprendí que tenía que salir de Tetuán, partir siempre, una tristeza horrible entró en mi corazón. ¡Irse de Tetuán!… de la ciudad de la Luna. De la ciudad de los mil colores, de las catacumbas celestes… Entonces comprendí la justeza de las palabras de mi amigo, el novelista de la Vega: ‘Es mejor que se vaya, porque si no se va, se va a enredar aquí’”.

Enredarse aquí es fácil. El marroquí, descendiente de los primeros pueblos comerciantes del Mediterráneo, tiene una habilidad innata para enredarnos con su medida cortesía y también con su astucia negociadora, capaz de envolvernos en una conversación interminable.

No en vano a muchos guías turísticos  se los conoce como guías arañas; porque suelen capturarte con su tela de palabras, con sus redes de cotidianas maravillas que muestran en el laberinto de sus callejuelas, y que finalmente terminaran regateando un valor disparatado por un paseo ilustrado con su conversación. “Psicólogos profundos” los define Arlt. Lo cierto es que rápidamente te sacan la ficha y buscan qué pueden negociar: “Proceden contra el forastero por el procedimiento del agotamiento, pues cuando uno de ellos se marcha, otro ocupa su lugar, y así, durante horas y horas”.

En aquel camarote una mujer también leía. Alrededor de los 60 años vestía de manera occidental. Por la forma en que movía los labios, en un siseo casi inaudible, parecía rezar letanías. De reojo observé el libro, escrito en escritura arábiga me resultó incomprensible. Leía al revés de como lo hacemos nosotros. De derecha a izquierda y de atrás hacia adelante en una grafía que no tiene mayúsculas.

Esta diferencia de la noción espacial de la lectura proyectaría representaciones imaginarias paralelas y disímiles, me pregunté, al seguir la secuencia del paso de las páginas y la fabricación de un sentido que va en contrasentido del nuestro. Su escritura produce la percepción de un delicado sistema de sobreimpresión. El dibujo tiene una sonoridad de ajorcas. Nuestros hábitos mentales ¿supondrían razonamientos diferentes?

La mujer iba acompañada por una joven que se comportaba como un familiar, quizás hija o nieta, no podría precisarlo, y vestía el clásico hiyab. Sus intensos ojos oscuros tenían un frío destello, “la muchacha que tiene los ojos del miedo, como dicen los musulmanes” parece agregar Arlt, sentado con esa urbanidad displicente propia del porteño. Un acólito que recorre altares móviles para luego narrarlos en las páginas del diario y que desde el propio libro acotaba notas al pie de página. Detrás del ventanal que muestra una planicie árida, el paisaje se desliza como “un chal ondeante” que apenas se detiene en estaciones desiertas, cuyo abandono y nomenclatura son reliquias secularizadas de su pasado de colonia africana.

“La tierra de Dios”, según significa Marruecos en lengua bereber, tiene un antiguo pasado que se remonta a los fenicios, al Imperio Romano y Bizantino. Enclave estratégico entre Europa y Africa, fue un punto clave de la expansión musulmana. Protectorado francés y español hacia finales del siglo XIX. Territorio de intrigas y espionaje en ambas guerras mundiales. Recién en 1956 pudo liberarse del colonialismo francés estableciendo una monarquía. Por ello, Roberto Arlt cronica en su viaje de 1935 cómo es seguido y observado por la Policía secreta.

Algo del recelo diplomático aún sobrevive en sus funcionarios, pues cuando indico en la Aduana que soy periodista, me demoran con preguntas sobre el medio en que escribo, qué escribo, por qué visito Marruecos, cuánto tiempo permaneceré, en qué hotel me alojaré y después de media hora destinada más a la exasperación que a la pesquisa, me permiten ingresar: “Oficialmente, la entrada a Tánger es factible para cualquier ciudadano del mundo cuyos papeles estén en orden, pero prácticamente no llega a Tánger sino aquel a quien la Policía internacional de la zona permite entrar. Vigilancia extrema controla a los viajeros; mi apellido alemán resulta sospechoso”, anota Arlt, el 26 de julio de 1935.

El traqueteo del tren musicaliza el texto como el zaghareet en el desierto. Las imágenes de los campesinos con chilaba y fez pastoreando ovejas o cosechando verduras se fugan en un continuo de planicies curvas que ascienden hacia las montañas del Rif. Arlt dedica varios párrafos a las mujeres donde denuncia que son tratadas como bestias de carga: “Encontramos a lo largo del camino hileras de campesinos. Van descalzas, las piernas vestidas de cueros, un pañolón cubriéndoles la cabeza; encima el campanudo sombrero de paja. Muchas llevan a sus criaturas en brazos porque conducen amarradas a las espaldas, con cordeles, enormes cargas de leña, carbón o forraje”.

Esas mujeres recorren 50 kilómetros con 30 kilos de peso y, si bien han pasado más de 80 años desde aquella escena, sin embargo, la condición femenina sigue relegada. En la actualidad, uno recorre los cafés de Casablanca y la presencia de mujeres es casi inexistente, en una cultura de contrastes geométricos. Tomar una cerveza tiene algún grado de dificultad por la prohibición musulmana de beber alcohol, pero no obstante, podes encontrar hachís en cualquier esquina, donde se lo ofrece a los turistas bajo el eufemismo de “chocolate”.

Perderse en la Medina, beber té verde, recorrer el zoco y regatear el precio de las nueces, almendras y pasas uvas o recorrer la mezquita Hassan II, cuya arquitectura merecería todo un tratado sobre las construcciones espirituales, implica adentrarse en una cultura prácticamente desconocida para nosotros y que funciona como el umbral del mundo árabe, al cual occidente parece condenar cada día.

 

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