Inicio Suplementos Entre Perros y Gatos La fidelidad del perro

La fidelidad del perro

0
La fidelidad del perro
Molina Campos ilustró como nadie la vida del campo y la fidelidad de los perros

Relato campestre de un recordado escritor villamariense. Texto extraído del libro “Páginas junto al camino”, que gentilmente nos acercó Noemí para este suple

Molina Campos ilustró como nadie la vida del campo y la fidelidad de los perros

Por Moisés Cabañeros

Chirola era un perro feo. Tan horriblemente feo que hasta los demás de su especie le ladraban buscándole pendencia.

Un día, cansado de ambular hambriento, fue a dar con sus huesos a la casa de don Zoilo y, como éste le dio de comer y albergue, se quedó allí. Pero además de feo, para colmo de males era rengo. Un caballo le había pisado una pata mientras dormía en el potrero. Flaco, desgarbado, de hocico puntiagudo, patas largas, pelo negro con unas manchas grises desparramadas sobre el lomo. Una vieja lo vio una vez, lo motejó de “perro ordinario” y le puso el nombre que tiene, Chirola, porque dijo, vale poco; es como una moneda de poco valor.

Don Zoilo Rosales, el amo de Chirola, vivía en un pequeño predio, heredado de sus progenitores, situado al pie del cerro de un paraje denominado San Vicente, cercano a la ciudad de Deán Funes.

El solar apenas tenía espacio para levantar el rancho de dos habitaciones reducidas y a unos 15 metros al fondo un corral donde guardaba unas cabras y cabritos, un caballo y una yegua.

Desde hacía unos años la suerte le era esquiva a don Zoilo y, poco a poco, lo que fue en otros tiempos un hogar feliz y dichoso se fue desgranando como espiga de maíz. Primero, una larga y penosa enfermedad le llevó a su compañera doña Hortensia, con quien se había unido en matrimonio hacía ya cerca de 25 años. De esa unión habían nacido dos hijos, Dionisio, el mayor, con 21 años en la actualidad, y Marta, de 18.

De buen corazón, generoso y sensible, sufría mucho la ausencia de los suyos. La falta de los hijos y de su compañera le habían producido un golpe terrible en su estado de ánimo y no encontraba consuelo para su dolor, reagravado aún más con la ausencia de su hija Marta, quien mal aconsejada por una amiga de esos contornos un día resolvió rumbear para Buenos Aires a probar fortuna, “hastiada” -dijo- de la soledad de esos parajes.

El padre, ante la decisión de la hija, que no hacía sino aumentar su pena, no quiso oponer mucha resistencia. “El cristiano es como el pájaro -decía-, cuando deja de ser pichón quiere volar”. Se había quedado solo. Solo no, ahora le acompañaba el perro Chirola…

Cada día, al caer la tarde, don Zoilo, luego de recoger los animales en el corral, labor que siempre cumplía acompañado de su fiel Chirola, se sentaba bajo el alero del rancho a tomar unos amargos.

El can se estiraba en el suelo cuan largo era, frente a su amo, echando la cabeza sobre las patas delanteras, sin dejar de observar con suma curiosidad todos los movimientos de don Zoilo, quien solía conversarle como si quisiera desahogar todas sus penas, confiándole sus cuitas.

Chirola solía levantar las orejas de vez en cuando, como aprobando las palabras de su dueño.

Así se sucedían uno a otro los días y una nueva jornada encuentra a don Zoilo disponiéndose para las tareas de rutina. Prepara la ración para los animales y realiza otros menesteres propios del campo. Levanta la vista al oír un ruido extraño y a lo lejos divisa un pequeño camión jaula que se acerca hacia el rancho, en tanto que Chirola sale al camino a ladrar el vehículo. Es el comprador de cabritos.

Buenos días, señor, ¿usted es don Zoilo Rosales?
-El mismo… ¿Qué anda buscando, amigo?
Vengo del mercado del pueblo. Me manda don Genaro Albarracín, que es amigo suyo. Dice si le puede vender unos cabritos, que se los pagará bien. Son para mandar urgente a Buenos Aires.

Don Zoilo no podía desaprovechar la oportunidad que se le presentaba de hacerse unos pesos que buena falta le hacían y no pensó en responder:

-¿Cuántos va a llevar?
Los que me pueda vender. Se los pago en el acto, me los cargo y asunto concluido (observando a Chirola). Pero qué perro más fiero que se ha agenciau… ¿es suyo?
-Sí, es mío… ¿Fiero? Será como usted dice, pero fiel y honrado como creo que hay pocos… Usted deja un plato de comida o un pedazo de carne junto a él, si usted no le hace señas para que coma, él no toca nada. Es bueno y fiel, ojalá yo pudiera encontrar un cristiano tan noble como este perro, así, fiero, como usted lo ve…

Don Zoilo y el camionero fueron al corral, trajeron varios cabritos y los cargaron en la jaula. Arreglaron cuentas y camioncito se alejó.

Se sentó don Zoilo Rosales sobre el tronco de un añoso árbol que estaba caído frente al cerco de su rancho y se puso a pensar. Un mundo de pensamientos comenzaron a poblar su mente. Era su mundo. Su todo. Recordaba los suyos tan cerca… y ahora tan solo… Recordaba a su buena y fiel Hortencia. Parecía verla ahí nomás, como solía verla en vida, sonriente, alcanzándole el amargo o barriendo el patio de tierra con la escoba de pichanas. Veía a su hija Marta regresar del pueblo montada en su caballito, luego de realizar las compras, con su carita linda y alegre. Veía en la imaginación a Dionisio, el hijo mayor, de quien la maestra le solía decir que era muy inteligente y que llegaría a ser una persona importante en la vida, pues poseía cualidades sobresalientes y una imaginación realmente notable.

A decir verdad, Dionisio era un joven avispado y lleno de proyectos. Leía mucho y asimilaba todo. Observador, astuto, decidido. Indudablemente que todos esos atributos naturales puestos al servicio de causas nobles podían encarrilar al joven Dionisio Rosales hacia un destino de promisorios alcances.

Cuando concluyó el aprendizaje primario, don Zoilo envió a Dionisio a casa de un pariente que vivía en Córdoba. Quería que el chico fuera algo, algo más que lo que él fue.

En Córdoba alternaba sus estudios con una ocupación que había conseguido para sus horas libres. Recordaba siempre don Zoilo que su hijo había manifestado en diferentes oportunidades sus deseos de estudiar Abogacía, empezando sus estudios en la Universidad.

Al bueno de don Zoilo la carrera estudiantil de Dionisio le costaba sus buenos pesos, es decir, muchos pesos. Todos los meses le llegaba una carta, pidiéndole más dinero.

Entretenido en la limpieza del corral estaba cuando llegó el vecino, don Matías, que venía del pueblo con la correspondencia.

Carta, para usted, don Zoilo… Todo sea por el futuro doctor Dionisio Rosales.

Don Zoilo se está poniendo viejo. Chirola también. Le resulta penoso caminar y ahora se le nota más encorvado. Con mucha dificultad monta a caballo. Ya no madruga como antes. Es evidente que los años que vienen a la par de sus achaques están quebrando poco a poco el físico del otro apuesto criollo. Y ahí está el feo Chirola, siempre haciéndole compañía. Los dos envejecen parejo.

Causa un poco de gracia y lástima a la vez, ver a don Zoilo y a Chirola caminar apareados, rengueando al compás cuando se dirigen al corral o regresan del mismo. El perro cada vez se apega más a su amo.

La correspondencia que recibía de sus hijos era muy escasa desde hace tiempo. Pero cierto día recibió de manos de don Matías un sobre que trajo del corre del pueblo. Lo abrió con manos temblorosas y sacó del mismo una tarjeta casi del tamaño del sobre cuyo lacónico texto fue leyendo con visible dificultad: “Doctor… Dionisio… Rosales… abogado… comunica que ha… instalado su estudio en calle…”.

Las lágrimas fueron invadiendo los cansados ojos de don Zoilo. Miró primero a don Matías, quien estaba expectante a su lado, luego a Chiro, y con un grito en el cielo exclamó: “Gracias, Dios mío, que me has oído; mi hijo ya es doctor, mi hijo ya…” y se fue desplomando lentamente mientras se tomaba con la mano izquierda el pecho, a la altura del corazón. Don Matías alcanzó a tomarlo de un brazo y como pudo lo llevó arrastrando hasta el rancho, lo acostó en la cama y corrió hasta su casa para decirle a su señora que viniera, mientras él iría al pueblo en demanda de un médico.

Cuando llegó el facultativo vio a la señora de don Matías con una taza de té de yuyos en la mano y al perro con las patas sobre la cama, ladrando desesperadamente.

Apenas el doctor abrió los párpados y tomó el pulso del paciente, con un movimiento negativo de cabeza indicó claramente que no había nada que hacer. “Ha muerto”, dijo.

El corazón de don Zoilo no pudo soportar una nueva emoción y se negó a seguir latiendo.

Los vecinos del paraje San Vicente se unieron de inmediato de la muerte de don Zoilo y dispusieron todo para el velatorio, en tanto que uno de ellos envió un telegrama al hijo, cuya dirección había extraído de la tarjeta que llegara minutos antes.

Un rústico ataúd, cuatro velas prendidas sobre un improvisado altar. Varias mujeres que rezan dentro del rancho. Afuera, en el patio, hombres que fuman, conversan en grupos, cuentan historias. Todo indica que allí hay un velorio.

Día gris, con amenaza de lluvia, día triste. Es el día del entierro.

A las 4 de la tarde parte el humilde cortejo hacia el cementerio del lugar. No están los hijos. Quizás vengan después, cuando todo haya pasado, por si ha quedado alguna cosa de valor que puedan llevar como “herencia”… Unas 30 personas acompañan los despojos hasta su última morada. Cuatro criollos quemados por el sol llevan a pulso su triste carga a través del sendero que bordea el cerro. Se alcanzan a percibir algunos apagados gemidos y rezos de mujeres. Chirola camina con su renguera y la cabeza gacha bajo el ataúd.

Llegan al campo santo, un pequeño cementerio casi abandonado. Un criollo, pala en mano, termina de cavar la fosa. Comienza a lloviznar y puede percibirse el aroma del poleo que abunda en esta región.

En medio del silencio bajan el cajón hasta el fondo de la zanja y cuando el que tenía la pala comenzó a arrogar tierra sobre el ataúd, Chirola empezó a ladrar y se abalanzó para morder al hombre, como protestando por lo que consideraba una ofensa para su amo.

Cuando ya se retiraban los circunstantes, una de las mujeres volvió la vista hacia el lugar y vio al fiel Chirola que se había quedado echado junto a la tumba de su amo, quizás con la esperanza de verlo otra vez.

Cuentan los vecinos del lugar que Chirola permaneció muchos días junto a la tumba de don Zoilo. Alguna vez alguien le llevó comida, pero el perro se negó a comer. Tampoco nunca abandonó el lugar hasta que cierto día lo encontraron muerto. Sucumbió de hambre, de viejo y de tristeza porque el perro, a diferencia de ciertos animales racionales, suele darnos ejemplos de amor y de verdadera fidelidad…

 

Print Friendly, PDF & Email