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Un viaje a aquellos días de pantalones cortos y Pampero

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Un viaje a aquellos días de pantalones cortos y Pampero

Algunos personajes y lugares de una Villa María que ya sólo viven en la memoria de quienes peinan canas

Escribe Humberto Solano (*)

Viajar es ir, pero también es volver. Viajar es descubrir y también redescubrir; viajar es transportarse, no siempre en el espacio, sino también en el tiempo. Recordar es viajar, sentado en la mesa de un bar, al amor de un café o un vermú o un vermouth, como se decía en aquella época a la que nos vamos a ir con boleto de ida (y de vuelta, no se asuste lector, que la nostalgia es buena, pero no creemos que así lo sea el vivir en el eterno pasado).

Viajo así a aquellos años de la Villa María de mis pantalones cortos y mis zapatillas Pampero y lo invito a que me acompañe. Años en los que, por ejemplo -no sé si tiene usted lector la misma impresión-, ser croto no era necesariamente sinónimo de ser sospechoso. Vengo caminando por Buenos Aires desde el bulevar España con la sana intención de ir a buscar chapitas de gaseosas, Crush, por nombrar una, y etiquetas de cigarrillos, Fontanares o Clifton, por citar dos, para engrosar mi colección, ahí en Palevich, donde la gente grande se demoraba saboreando un exquisito chop con angelito negro.

Al llegar a la esquina de Buenos Aires y 25 de Mayo, frente a Fausta y a la farmacia Laspiur, me encuentro con el Ingeniero. ¿Alguien lo recuerda? Le decían el Profesor, también; y seguramente le mentaban varios otros motes que se me escapan. Hace calor, pero él lleva puesto un sobretodo negro, además de su galera de papel maché. No me da miedo, a pesar de su barba cana, su aspecto desalineado y las recomendaciones de mi abuela de que no saliera a la siesta porque me podían llevar los húngaros (qué extraña xenofobia aquella).

El viejo no tenía ningún problema en ponerse a charlar con cualquier que estuviese dispuesto a escuchar sus filosofías de la vida y sus proyectos. Y mucho menos, apuro. Parecía tener todo el día para hablar de cosas que yo no entendía del todo, pero era mágico y divertido hablar con él. Tenía un grillo en una cajita de fósforos; un grillo amaestrado. Para ser veraz, nunca lo vi hacer nada especial al grillo, pero supongo que es porque él no quería, no porque no fuera un grillo fuera de lo común.

Vaya uno a saber por qué era croto aquel hombre, qué circunstancias de la vida lo condujeron a aquella situación, pero era un personaje magnético, mágico, extravagante (y gratis).

Tengo grabada en mi memoria la foto del aquel hombre y yo, sentados en la pirquita de la playa de estacionamiento que era también un perfecto y arenoso campo de juego para picados y contrabarrios, hablando de globos aerostáticos y ética de la vida, justo adonde ahora estoy esperando turno para pedir la reconexión de la luz a EPEC en una vivienda que me quedó de herencia.

Personajes y paisajes de aquellos buenos viejos tiempos en los que la loca Teresa se ponía como loca por cualquier cosa y la Cucharita gritaba “¡Ahí viene Sánchez, ahí viene Sánchez!”. Paisajes urbanos y personajes que han cambiado y que no. Porque ahí lo tiene usted a Palito, cantando en la Peatonal, el mismo Palito que en aquella época a la que hemos viajado tocaba canciones del Rey Palito en el cine Monumental, en unas maratónicas sesiones que se hacían los sábados a la tarde, en las que se combinaban números en vivo con películas de, póngamosle, Cantinflas. Y uno se pasaba toda la santa tarde ahí por un par de monedas de 25. El caso de Palito es único, tal vez. Un sobreviviente, un puente, un duende que se refugia en el calor y el candor de una guitarra y cuando canta “Resistiré”, es como una declaración de principios para abolir el tiempo.

Pero volviendo a aquellos años, en que los mateos no se resignaban a desaparecer y las 500 millas de Indianápolis se corrían en dos vueltas a la manzana, la Liebre de Ternengo, el Trueno Naranja de Pairetti rellenos de masilla; surge justamente de entre una deslumbrante colección de autitos, acompañada por una no menos deslumbrante música de piano -tangos, para ser más precisos- desde la esquina de Entre Ríos y Alvear, la figura de Cheché, virtuoso pianista autodidacta que vaya uno a saber por qué terminó vendiendo pastillas con un maletín, puerta por puerta.

Cada vez que me pongo nostalgioso, entro a un bar que yo me sé, frente a la plaza de Sucre, a pocos metros de donde está expuesta la primera Bandera argentina, y me pongo a recordar aquellos días de pantalones cortos y zapatillas Pampero, en la Villa de mis amores.

(*) Titiritero villamariense radicado en Sucre, Bolivia

 

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