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Memorias de una maestra: “Cuando me ponía a escribir, lloraba”

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Memorias de una maestra: “Cuando me ponía a escribir, lloraba”
Una luchadora. Mary tuvo dos hijos y perdió uno de ellos en un asalto. Nunca bajó los brazos y hoy acompaña a familiares de víctimas de crímenes impunes. Además, escribe “con palabras sencillas”

La presidenta de Asociación Verdad Real y Justicia para Todos llegó al colegio cuando era un campo y logró con la cooperadora levantar el edificio. Llegó a dar los siete grados y estuvo sola durante 16 años

Amaya durante la presentación de su libro en la sede de UEPC, junto al dirigente Juan Carlos Rodríguez. En la otra imagen, ayer en su casa con EL DIARIO
Amaya durante la presentación de su libro en la sede de UEPC, junto al dirigente Juan Carlos Rodríguez. En la otra imagen, ayer en su casa con EL DIARIO

Escribe Diego Bengoa
De nuestra Redacción

Alcanzó cierta notoriedad comunitaria como presidenta de la Asociación Verdad Real y Justicia para Todos. Allá en los primeros años de la década del 2000 ya se la veía recorrer los pasillos de Tribunales inseparable con Beatriz de Salusso, buscando justicia para una veintena de hechos sin esclarecer. Nunca dejó de hacerlo y hoy continúa estando en cada marcha, cada movilización, cada encuentro por una causa impune.

Sin embargo, a Mary Amaya – de ella hablamos- se le estruje el corazón cuando le gritan “seño Negrita”. Así quiere que la reconozcan, como la docente que fue y que es.

En ese marco, en junio pasado presentó “Más vale tarde – Recuerdos de una maestra rural”, el libro que rescata la génesis de la Escuela Ricardo Gutiérrez, ubicada en jurisdicción de Arroyo Cabral.

La presentación llegó para conmemorar el medio siglo de vida del establecimiento del que ella fue estamento fundamental. Allí había llegado con un papel que la nombraba como directora interina… de una porción de campo en la que no había nada. Cuando se fue, 16 años después, dejó una institución con un edificio sólido.

 

– ¿Cómo definiría el libro?

– Como recuerdos de entre casa. No soy escritora, escribo porque aprendí a escribir, no por otra cosa. No lo soy, pero me gusta expresar lo que siento, con palabras sencillas. No sé si estará bien escrito. Posiblemente adolece de muchos errores literarios, pero he tenido satisfacciones como nunca lo hubiese imaginado. Lo presenté en el 50º aniversario de la Escuela Ricardo Gutiérrez en un festejo hermoso y en la cena me homenajearon de una manera impensada, lo que despertó algunos celos. Luego lo presenté en la Unión de Educadores de la Provincia de Córdoba (UEPC) y también tuve grandes satisfacciones.

– ¿Le demandó mucho tiempo escribirlo?

– Si vos contás el tiempo desde que me vine de la escuela hasta que lo hice pasaron más de 30 años, pero lo escribí en poco tiempo. Lo que me pasaba es que cuando me ponía a escribir inevitablemente me ponía a llorar (se le humedecen los ojos), entonces lo dejaba.

– La movilizó mucho.

– Es que esa escuela es parte de mi vida, la amo con todo mi corazón y la voy a querer hasta que me muera. Es “mi” escuela. Llegué con un papelito que decía que era directora interina y otro papelito que decía que se había creado la “escuela sin nombre de Campo Maurino”, y era un cuarto de hectárea cubierta de cardos. Era todo lo que había. Y cuando me vine, porque no había más niños en la zona en edad escolar, la tuve que cerrar y cerré ahí parte de mi alma.

Me había hecho la promesa de escribir la historia.

– ¿Qué había cuando la dejó?

– Tenía todo lo que necesitaba para funcionar sin inconvenientes. La primer maestra que llegó al colegio al reabrirse (dos años después) lo hizo llena de miedos, como yo en su momento. Tuve la satisfacción de que ella me dijera: “Ay, Mary, qué tranquilidad tengo, lo que me piden lo tengo en el archivo”. Tenía un archivo de escuela de primera, dos aulas, una vicedirección, la galería, agua y luz. Yo hubiese vuelto, pero no me dieron la oportunidad. Ya estaba trabajando en Inspección de Zona, porque no había otra escuela rural en ese momento y ya después rendí concursos y me hice cargo de la Dirección de la Escuela Agustín Alvarez, acá en Villa María, donde me jubilé.

– La escuela pasó por diversas etapas.

– Sí. De dar clases en un living comedor pasamos a una cocina, de una cocina a un galponcito que me hicieron y que iba a servir después para guardar tractores, ese galponcito me lo volteó un tornado, pasamos al galpón de un campo de un vecino hasta recién concretar la inauguración del establecimiento, que fue hecho por la cooperadora, no por el Estado. Cuando autorizaron la edificación de la escuela, según el papel se trataba de una escuela rancho. La indignación de todos fue tremenda. No lo íbamos a aceptar y se levantó una institución hermosa.

– Su libro denota cómo la marcó su paso por la Ricardo Gutiérrez. ¿Fue un ejercicio de memoria importante poder escribirlo o tiene los recuerdos a flor de piel?

– No, no fue un ejercicio de memoria importante. Todavía tengo muchas cosas guardadas en mi corazón. El libro es apenas una partecita, y creo que he olvidado involuntariamente muchas personas y muchas cosas, entonces me dicen que haga una segunda parte. Por suerte vendí el primero como pan caliente. Hubiese querido regalarlo, pero cobré algo, menos de lo que me costó porque me daba vergüenza. A todos quienes colaboraron con esa escuela los tengo en el corazón, con un agradecimiento y reconocimiento enorme. Espero poder escribir la segunda parte. Ya pedí disculpas por los olvidos involuntarios, pero nunca está de más repetirlo.

– ¿Ha buscado transmitir mucho más que la historia de una escuela?

– Pienso que si leen las anécdotas, las cosas que se han vivido, el docente que llegue a una escuela rural tiene que darse cuenta que tiene que entregarse con alma, corazón, vida y todo a ese lugar. Es la única manera de que un colegio salga adelante. Ahora tienen un montón de beneficios, que 50 años atrás no los teníamos. Los 16 años en que trabajé ahí siempre estuve sola. Llegué a dar clases con 42 alumnos y los siete grados, pero hacía enseñanza personalizada. Si vos supieras el equipo de tarjetas que tenía para cada uno de mis alumnos… eran una maravilla. Hasta le sirvieron a mis nietos cuando estudiaron en el secundario.

– Entonces, cada alumno no era uno más.

– No, cada alumno es una persona con su individualidad y sus posibilidades. Tenés que adaptar tu enseñanza a las posibilidades de cada uno, porque si tengo un niño que le cuesta mucho y otro que es una luz para resolver cosas no le puedo dar lo mismo. La enseñanza personalizada es para mí lo mejor que se pudo dar. No puedo exigir a un niño que tiene algún problemita de madurez lo mismo que a otro que tiene una lucidez tremenda. Sé que dentro de las capacidades de cada uno van a dar lo mejor de sí, pero soy yo, la docente, la que tiene que incentivarlo para que sea así.

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