Escribe: Daniel Sánchez

A punto ya de dejar Lima, aprovecho los últimos momentos que me quedan para visitar algunos de los distritos de la ciudad, como los históricos y a la vez Patrimonios de la Humanidad Lima y Rimac. Tomo el Metropolitano, un veloz servicio de colectivos que une la ciudad de sur a norte por una vía exclusiva, con terminales en el medio de la misma, y mientras atravieso barriadas a casi 100 kilómetros por hora, reflexiono sobre la opaca actuación del seleccionado y la verdad se me presenta como un rayo: ¡la selección no sabe qué hacer con la velocidad!

En Argentina, donde todo es lento, como los trenes, los trámites, las promesas, etcétera, te acostumbras a moverte y reaccionar en forma pausada y nuestros defensores son fácil presa de estas gacelas sudamericanas que, sin tener la riqueza técnica de los argentinos, son tan rápidos como Flash.

Otra verdad que se me presenta es que nos hemos vuelto «Messidependientes», y no sólo nosotros, Latinoamérica también extraña a la Pulga cuando no está en un juego. «Qué pena que no viene Messi -te dicen cuando ven que eres argento-, mi hijo quería ir a verlo». Y quizá esa sea la razón por la cual sólo rescatamos dos puntos de los últimos seis jugados y también por la que ya no se ven compatriotas alentando en estadios foráneos.

El último jueves sólo el valiente Joaquín gritó los goles de la albiceleste sin ninguna otra compañía más que la de su padre y rodeado de 40 mil peruanos que, al más puro estilo macrista, gritaban ensordecedoramente: «¡Sí se puede, sí se puede!».