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“Mierda”

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“Mierda”
Fernando del Río, autor de la lectura que ofrecemos en esta página

Un violento grafiti sobre un mapa de la Argentina, sirve a Fernando del Río (autor de «Chinardos»-Eduvim Literaturas) para repensar el período más oscuro de nuestro país, el papel que jugaron sectores de nuestra sociedad y la peligrosa desmemoria que practican algunos

Fernando del Río, autor de la lectura que ofrecemos en esta página
Fernando del Río, autor de la lectura que ofrecemos en esta página

Necesito advertir antes de empezar este capítulo que entrego la fidelidad del relato a mi memoria, la que está bastante fragmentada a raíz de una infancia nómada. De todos modos lo intentaré, como ya lo he hecho en varias ocasiones desde que me dediqué a escribir estos textos. Sé que voy a caer en exageraciones, frases inventadas y descripciones demasiado precisas, pero es una licencia que me tomo para poder reconstruir esta historia.

Quiero decir que el culpable soy yo. Han pasado muchos años. En un principio fue difícil, doloroso, guardar este secreto, pero luego esa incomodidad del alma se fue diluyendo y ahora creo que fui un boludo, que debí haberlo dicho antes. Pero no lo hice, acaso por miedo, tal vez por orgullo, quizá tan sólo por boludo. Es cierto, pasaron años sin que me acordara de eso y sin que existiera un motivo para revelarlo. Ahora lo voy a hacer, pero sé que es tarde.

Fui culpable por lo que ocurrió aquel día del año 79, en el aula de sexto grado, en la clase de historia a cargo del maestro Rincón González. Ibamos a recibir una lección -ahora que lo pienso, anacrónica y paradójica- de emancipación e independencia (esto lo recuerdo con increíble nitidez) y por eso el maestro había mandado a pedir para la segunda hora un mapa de Argentina. Esteban Godoy, el de la primera fila de todos los años, volvió de la biblioteca con el mapa en el mismo instante en que sonaba la campana del recreo. Imagino -porque no recuerdo- que el maestro le ordenó que lo colgara del gancho saliente del borde superior del pizarrón. Mientras lo hacía, todos empezaron a salir al recreo, pero yo me retrasé adrede.

Con el mapa ya desplegado por su propio peso -Godoy lo debe haber dejado caer y sin mirar debe haber salido disparado hacia la puerta como todos los demás- lo enfrenté y con un marcador escribí la palabra «mierda» abarcando las provincias de Chubut, parte de La Pampa y Buenos Aires. Temeroso por ser descubierto, me refugié en la puerta y después salí.

Tengo bien claro, a pesar del paso del tiempo, que quien me impulsó a escribir eso fue mi abuela, la mamá de mi papá. En aquellos días, a mi viejo lo habían metido preso los militares y en mi familia no tenían ni idea dónde estaba. Yo era chico y no entendía cosas que entendí después. Pero mi abuela, destruida como podría estar cualquier madre a la que le arrebatan un hijo, trataba de explicarme. Me decía cosas como: «Este país es una mierda. Yo le dije a tu abuelo, que en paz descanse, que no viniéramos acá. Mirá ahora. Andá a saber a dónde lo tienen al Alfredo. Es una mierda este país, nos tenemos que ir». Tal vez no me dijo todo eso, pero «este país es una mierda», seguro, porque era una frase de ella. Incluso cuando estuvimos en España, había ocasiones en que estaba de malhumor, ya en sus últimos años, y repetía esas palabras.

A mi abuela yo la quería mucho, siempre me daba todos los gustos por ser el nieto más pequeño, beneficio que luego perdí a manos de mi hermana. Pero, por eso, como quería mucho a mi abuela fue que me decidí a escribir aquella mañana «mierda» en el mapa de Argentina.

En la escuela había ideado yo una caligrafía que borraba cualquier rastro conducente hacia la identidad del autor. Consistía en mover el lápiz (o con lo que se escribiera) de manera frenética, casi espasmódica, al tiempo que se dibujaba la letra requerida. La palabra escrita terminaba siendo una especie de temblor. No había manera de que descubrieran al autor. Así había escrito «mierda». Fue una obra maestra que trajo algunos problemas, porque en aquella época cualquier acto de rebeldía -sí, ese fue un acto de rebeldía para ellos- era tomado como una falla genética.

Recuerdo que el profesor Rincón González se puso furioso al regresar del recreo. Al principio, misrimían la risa como podían, al igual que yo, pero a medida que aumentó la alienación del profesor la situación fue cambiando. Yo sabía que me había metido en problemas y la única forma de evitar las consecuencias era preservando la verdad, la única verdad, la que tuve y tengo.

Ese día no terminó más. El profesor llamó a la rectora y también al tipo de la biblioteca. Ellos tres estaban en el frente, con el mapa a un lado, y nosotros sentados en los pupitres escuchando el sermón. Intentaron algunos métodos para obtener una confesión, uno de ellos, el más traumático, fue el de llamar a cada uno de nosotros y preguntarnos si sabíamos quién había sido. No nos preguntaban si éramos los culpables, querían que delatáramos a quien lo había hecho. Como respondimos que no (lógico, nadie me había visto), nos castigaron sin recreos por una semana, prohibieron que fuéramos al camping del día de la primavera y nos tomaron examen en todas las materias. Algunos lloraban por la injusticia. Yo era el único que no lloraba; sabía que mi caso no era una injusticia, que me lo merecía. Después hicieron una reunión de padres. Fue mi mamá, pero no prestó mucha atención, tan así que jamás me dijo nada. En mi casa de lo que menos se hablaba era de mis tareas escolares.

Pero no quiero apartarme de aquel día porque antes de volver a casa, Rincón González dijo la frase que hoy motiva esta confesión y que recuerdo con certeza. Se paró entre la rectora y el bibliotecario y gritó: «Les prometo que voy a descubrir al malnacido que escribió esto y traicionó a la Patria». «Malnacido», dijo.

Aquel mediodía no comí, pero hasta ahí duró mi remordimiento. Después pasaron muchas cosas que me hicieron olvidar. Mi viejo apareció una tarde lleno de cicatrices y a los dos días estábamos saliendo para España. También estuvimos en Francia y en Holanda. Pero quien se va, muchas veces regresa, y yo regresé a los 20 años.

Después de mi regreso, se sucedió la vida, con situaciones que incluso ya les conté. Hace un par de meses, mientras paseaba con uno de mis sobrinos a la espera de ir a buscar a su trabajo a la mujer de mi hermano, me paró un hombre por Corrientes, casi llegando a San Martín. Era Godoy. Él me reconoció a mí. Hablamos de todo un poco hasta que me comentó que había visto en el diario la semana anterior un aviso fúnebre del maestro Rincón González. Entonces Godoy y yo tuvimos un diálogo que intentaré reproducir:

-Che, ¿te acordás del quilombo que se armó con el mapa aquel día? ¿Era sexto grado, no? Yo no me olvidé más de eso. Es una de las pocas cosas que me quedaron grabadas.

-Sí, claro que me acuerdo -le respondí.

-Pensar que Rincón dijo que iba a descubrir a… ¿cómo fue la palabra que usó?

-Malparido -dije haciéndome el distraído.

-No, no. Malnacido. Al final nunca lo supo. ¿Vos supiste quién fue?

-No.

-¡Qué linda época no! Cómo me gustaría ser como éstos de nuevo -deseó acariciándole la cabeza a Danielito. Bueno, vos también la pasaste bien, con tu viejo consiguiendo esos laburos en Europa. Viajando. Yo nunca salí de Mar del Plata.

Qué imbécil este Godoy. Treinta y pico de años de estupidez. No lo puedo creer. Después nos despedimos, con la promesa de llamarnos por teléfono. No voy a cumplir, de la misma manera que no cumplió Rincón González. Nunca supo que fui yo. Ahora es tarde confesarlo. Sin embargo, pensándolo bien, esto no es una confesión, al fin y al cabo, ¿quién podrá leer este texto algún día?

 

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