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Muchacha de piedra, entre los yuyos y bajo los eucaliptos

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Muchacha de piedra, entre los yuyos y bajo los eucaliptos
Una fotografía tomada por el autor en ese lugar, donde “canciones venidas de otro tiempo y de otro mar”...
Una fotografía tomada por el autor en ese lugar, donde “canciones venidas de otro tiempo y de otro mar”...
Una fotografía tomada por el autor en ese lugar, donde “canciones venidas de otro tiempo y de otro mar”…

 

Escribe Iván Wielikosielek
Especial para EL DIARIO

Ruinosa y tapada de yuyos en la ruta 158, se levanta la única estatua marítima de la ciudad. Siempre me había llamado la atención aquel “niño con un delfín”, como me parecía desde el asiento veloz del auto. Hasta que ayer, en una siesta tórrida, por fin me pude bajar a contemplarla.

“¿No ves la cantidad de autos que hay y vos querés que pare por una estatua entre los yuyos?”, me dijo mi novia.

Tras su “reto” corrí al costado de la ruta y mi sorpresa fue grande cuando descubrí no sólo que se trataba de una sirena abrazada a un pez, sino que, además, la estatua era el centro de una fabulosa fuente abandonada en el maizal de la banquina. Y al final de un camino que se abría bajo los eucaliptos, oxidados galpones perdidos a la distancia.

Traté de imaginarme al hombre o la mujer que, venidos de otra parte a sembrar la tierra, trajeron consigo esa mitología en piedra.

Y pensé en inmigrantes europeos mirando el horizonte hasta perder de vista un puerto; en cuentos contados en una playa al caer la tarde, en un muchacho y una muchacha que iniciaban aquel viaje sin retorno. Y a diferencia de Ulises, que atado al mástil de su barca pudo volver a casa, ellos no podrían volver jamás porque traían consigo las sirenas. Y aquel canto fatal les decía “Argentina”, les decía “país donde no hay guerras”, les decía “campos fértiles llegando hasta el horizonte”.

Y entonces vino la prosperidad, los hijos, la vejez en paz, la hora de partir hacia un puerto desconocido. Y para recordar aquella tarde triste en que zarparon de casa y no perder de vista lo que dejaron para siempre, un día hicieron esculpir aquella sirena anunciando sus campos. Y la hicieron con forma de muchacha de largos cabellos (¿así sería la mujer que partió de Génova o Marsella o Barcelona?) abrazando un gran pez con la boca abierta al cielo nocturno (¿así los pescaría el muchacho, boqueando carnada de estrellas en el Mediterráneo?).

La estatua se convirtió en himno fabuloso del mar en medio de la pampa gringa y en isla de agua en medio de un mar de soja o maíz según las estaciones.

Pero un día la pareja de inmigrantes murió y los herederos vendieron las tierras. Y año tras año, como un viejo sueño que un día se dejó de soñar, la sirena se fue erosionando con el viento. Y a las escamas de su cola les brotaron llagas de moho y la fuente se secó y devino oasis de sed.

Y la muchacha de piedra se volvió niña olvidada en el campo; sólo acompañada por su amigo pez mirando al Atlántico como una vieja pirámide olvidada; esfinge con nostalgia de una inmensidad inabarcable como el seco desierto.

Desde entonces, desolados arqueólogos de lo irrecuperable se detienen a mirarla. Porque esa Gizeh del camino tiene el poder de atraer las almas melancólicas y hablarles a quienes alguna vez lo han perdido todo; esos navegantes que no se han tapado los oídos y han hecho de su vida una odisea insignificantes sin héroes, sin Penélopes, sin Itacas recobradas.

Y así, despeinado por el viento de los eucaliptos, saco apuradas fotografías a la muchacha de piedra bajo un sol ardiente.

Cuando vuelvo al auto, mi novia me dice: “¿Para eso hiciste tanto lío? ¿Para sacarle dos fotos a una estatua llena de yuyos?”.

Y yo: “Creí que había estado mucho más. Creí que había viajado a Europa y a Egipto; que había cruzado el mar y el desierto; que había visto un pez de mármol comiéndose la caspa de estrellas de todo el mar vuelta espuma; que vi una muchacha única en el universo que cantaba canciones para mí y que, si bien la letra era muy triste, la melodía era tan conmovedora que me hizo viajar a su olvidado país con ella y luego volver después de varios siglos hasta acá, bajo una estatua llena de yuyos y sacarle dos fotos”.

Pero mi novia no me dijo nada. Arrancó el auto con un aire de resignación y recién me habló cuando bajé del auto. “Estás a punto de hacer un brote psicótico, pero sabés que igual te quiero”. A esto me lo dijo con su voz humana y de psicóloga, a diferencia de la muchacha de piedra que cantaba con su silencio como un misterio no develado por ningún Freud de la tierra.

Eran canciones venidas de otro tiempo y de otro mar, desoladas como una fuente en ruinas y tan tristes que apenas si caben en el corazón de un hombre.

 

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