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Paraíso patagónico y mapuche

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Paraíso patagónico y mapuche

La preciosa ciudad y sus alrededores ofrecen maravillosos paisajes, con el lago Lácar de estrella y paseos a montones. Sin embargo, es la cultura originaria lo que más cautiva al viajero

Escribe: Pepo Garay
ESPECIAL PARA EL DIARIO

Durante el invierno, San Martín de los Andes vive de recibir turistas que se calzan mullidas camperas y se van a disfrutar de la nieve del Cerro Chapelco, uno de los centros de esquí más conocidos de Sudamérica. Pero es en la época cálida cuando la ciudad del suroeste de Neuquén muestra su rostro más cautivante. Un perfil patagónico recargado, con montañas inmensas cubiertas de vegetación, soles radiantes que iluminan la vida y un lago, el Lácar, calzándose el traje de figura.

Pegado a la esquina nororiental del espejo de agua, la urbe con pintas de pueblo se planta como una de las opciones más suculentas del paraíso llamado Patagonia. Un destino que brinda paisajes exuberantes y múltiples actividades recreativas, desde caminatas hasta escalada, pasando por paseos en barco, canoa, caballo y bicicleta.

Todo, pegado al Parque Nacional Lanín y al célebre Camino de los Siete Lagos (que llega hasta Villa La Angostura). Todo, barnizado por un estilo propio bien marcado, que hasta en la arquitectura encuentra emblemas. Todo, ante la mirada atenta de los espíritus mapuches, los que se fueron pero siguen estando, y los que están y seguirán estando por siempre.

 

Lo nativo y lo foráneo

El viajero, que no en balde se alimenta de andares y experiencias, se asombra en buenas al descubrir el legado indígena que habita en San Martín de los Andes. Son decenas de familias las que aún resisten en los vericuetos de la montaña gracias a las vacas que crían, la madera que hachan y el puñado de emprendimientos turísticos de ninguna estrella que administran. Algunos todavía hablan su idioma originario, igual que sus ancestros, los primeros pobladores de la zona. La mayoría muestra orgullosa su herencia, esa que lucha por la tierra y palpita al ritmo quedo e implacable de la cordillera de Los Andes.

Muy distinto es el aura de la ciudad en sí. En el centro, las construcciones en madera a dos aguas (como el Museo del Che, dedicado a un tal Ernesto Guevara, quien tuvo su paso por estos pagos) y los paisanos muy blancos cuentan de la influencia de colonos holandeses, ingleses y europeos en general. Hay lago de los alpes del viejo continente en las facciones urbanas, en los cafés, en las plazas pitucas, en los bares y restaurantes ambientados en madera.

La postal es un caramelo, sobre todo con la ayuda de las montañas y sus bosques valdivianos (tan verdes en pino, lenga y maitén) y del lago. Una costanera de rasgos amables abre el panorama, y las quebradas cantan. El tempo lo dicta el Lácar, colosal, que aquí hace las veces de eje del universo.  

 

Catálogo natural

Ya alejándose los pies de la zona de viviendas, lo que surge a la hora de charlar con la naturaleza es una fecunda plataforma de opciones. Quedan cortos los espacios para desmenuzar el catálogo.

En el inútil ensayo, hay que nombrar las caminatas cortas que llevan a la cascada Chachin, al mirador Bandurrias y la que corporiza el Circuito Arrayan (con más balcones hacia el lago), las visitas a las hermosas playas Catitre, La Islita, Quila Quina, y al Cerro Chapelco, y los paseos en barco por el Lácar y otros espejos de agua también situados dentro del Parque Nacional Lanín, a los ojos del gigantesco volcán homónimo.

Travesías más largas son las que conectan al viajero con el paso internacional Hua Hum, las Termas de Epulafquen, el río Caleufu y los lagos Curruhué, Lahuen-Co, Lolog y Meliquina, por sólo nombrar algunas (varios de estos rincones están ubicados bien adentro del Lanín).

La alternativa es visitar las comunidades mapuches, muchas de ellas, se dijo, dueñas de modestos emprendimientos turísticos. Entonces brotan las preguntas, las historias, las leyendas, la magia. La admiración, también.

RUTA alternativa – Burkame otro vestido
Por el Peregrino Impertinente

El burka es una prenda tradicional de la cultura musulmana, que suelen utilizar mujeres de las comunidades más conservadoras y celosas de la religión islámica. Su versión más conocida se caracteriza fundamentalmente por cubrir casi la totalidad del cuerpo de quien la viste, dejando apenas una especie de “rejilla” a la altura de los ojos. “Eso es para que vean. Para que vean que lo de la igualdad de género nos la fuma”, comenta el teólogo extremista Yaser Al-Piste, quien cada mañana se levanta agradeciéndole a los cielos no haber nacido mina.

Sin embargo, y para desgracia de Al-Piste, aquella máxima de utilizar el burka no aparece en ninguna parte del Corán. De hecho, su uso se popularizó en Afganistán recién a principios del siglo XX. Fue cuando los talibanes ascendieron al poder, y dijeron: “La casa está en orden: a ver si la desordenamos un poco”. “Joya, ya vamos para allá”, saltaron yanquis y rusos, y fue como cuando te caen a la fiesta dos tíos lejanos pasados en merca y rivotril.

Llegados a este punto, cabe decir que el burka (también conocido como “con esta pinga veo menos que Borges”), no es precisamente lo mismo que el nicab. Este último tiene semejanzas con el primero, pero se diferencia sustancialmente en el hecho de que brinda un espacio libre a la altura de los ojos (sin “rejilla”). “Claro: es como el que usan Scorpion y Sub Zero en el Mortal Kombat”, grafica el adolescente promedio, quien por primera vez en su vida dijo algo más o menos coherente.

 

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