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Pasajes a otro cielo

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Pasajes a otro cielo
La tardecita en el pasaje Gervasio Posadas, en barrio Lamadrid, tiene lo suyo

De corto trazado, los hay en el casco céntrico y en los barrios de la ciudad. Callejones que vieron el paso de la historia

 

La tardecita en el pasaje Gervasio Posadas, en barrio Lamadrid, tiene lo suyo
La tardecita en el pasaje Gervasio Posadas, en barrio Lamadrid, tiene lo suyo

Escribe: Iván Wielikosielek

De pronto irrumpen en la regularidad del trazado y cortan en dos la longitud de una manzana. Son los pasajes de la ciudad. No son muchos, pero bastan para romper el diseño de una ciudad predecible. Y vistos desde lo alto, se parecerse a pequeñas rayas rompiendo la simetría de un tablero de ajedrez. Algunos hacen un recodo en medio de un barrio y como un remanso salido del cauce se vuelven sitio preferencial para vivir en el centro pero con la paz de la periferia. El pasaje Yapeyú en barrio Ameghino; el Andrés Chazarreta en barrio Centro, en la zona del Polideportivo o la cortada Garibaldi en las inmediaciones de Plaza Independencia, son buenos ejemplos de estos “callejones vips”, céntricos y al mismo tiempo alejados del mundanal ruido. Sin embargo, es en los barrios más humildes donde los pasajes alcanzan su verdadera ontología, volviéndose un fenómeno social y urbano infinitamente más interesante que el de sus hermanos residenciales. Porque es en la periferia donde los pasajes son una continuidad de los viejos patios, angostas brechas que antes apenas si separaban la parte de atrás de las casas o las viviendas de un conventillo. Y casi como una leve extensión de estas separaciones, los callejones se fueron abriendo hasta dejar pasar una bici, una moto, una procesión de varios obreros rumbo a una fábrica.

En pleno corazón de barrio Lamadrid, el Gervasio Posadas nace en Periodistas Argentinos y se interna hasta la ruta pesada. En su época de esplendor, aquella arteria tenía el privilegio de bordear un club y un estadio. Hoy, con Los Peregrinos a medio derruir y la cancha de Alumni extirpada de su predio para siempre, el Gervasio Posadas se ha vuelto más desolado; como un río por el cual ya no bajan peces. Por eso es que, entre Lamadrid y Periodistas Argentinos las mujeres caminan con cotidiana desenvoltura como si aún estuvieran en el patio de su casa. Si una se cruza de una vecina para llevarle un pedazo de torta o invitarla con mate, lo hace en bata y ojotas, sin la producción que le demandaría ir al supermercado. Los chicos convierten la longitud del pavimento en una improvisada cancha de fútbol cinco en donde (lo saben) no pasará ningún auto en varios partidos. Y los hombres y jubilados que descansan con una silla en la vereda lo hacen con la relajada quietud de quienes se saben en una terraza de la ciudad, con una botella de cerveza y un platito de aceitunas.

En el pasaje Martín Fierro, en las inmediaciones del viejo Hospital Pasteur, las casitas son infinitamente más antiguas y más humildes que en otros pasajes. Y allí puede verse, desde cualquier punto, la lucerna del ex-Hospital como un faro repentinamente oscuro; un faro apagado en torno al cual girar desde 1926. Y en el pasaje Tierra del Fuego, a pocas cuadras de allí, se levantan ancestrales talabarterías, despensas con ventana a la calle y un auto estacionado al que le están componiendo el motor desde varias semanas; una postal común en aquel sector de la ciudad. Pero lo más curioso de esos callejones es que, desde su pavimento, puede ver un cielo distinto. No es una mera alteración de la percepción sino que al caer la noche, desde las encajonadas casitas, las estrellas siempre son nítidas porque las avenidas no las alcanzan a diluir en un charco de neón naranja. Y durante el día, al no ver las torres de lejanos edificios ni tener el tráfico ajetreado de la ciudad, uno puede pensar que vive en una arquitectura de otros tiempos, en una barriada que por alguna maravilla de la ciencia ficción ha sido trasplantada hasta el presente.

Siempre pensé que los pasajes de las ciudades eran, en realidad, “pasajes a otro cielo”. Creo que la idea me vino cuando de chico leí aquel cuento de Cortázar, “El otro cielo”, donde dos adolescentes vagaban por las galerías de París sin ver otras nubes que las molduras ni otras estrellas que los faroles. Y tanto en mi pueblo como acá en la Villa, sin poder tener la experiencia parisina de las galerías, me tuve que conformar con los “pasajes” urbanos, esas cortadas a cielo abierto infinitamente más interesantes que las galerías Lafayette que vi alguna vez. Porque los pasajes de Villa María, más que refugios contra la lluvia, son un viaje gratuito en el tiempo; una excursión fugaz a un momento de la ciudad en donde las calles se vivían como patios y los patios no alcanzaban a dividir las casas sino que las unían. Era un tiempo en donde la vida era mucho más comunitaria y las familias de una misma pensión era una sola y única familia. Y por si esto fuera poco, al caer la noche y como una súbita bendición, las estrellas brillaban nítidas como una promesa sólo para los pobres, esos bienaventurados que, como en la Jerusalén de Jesús, siempre vivieron en calles estrechas, muy lejos de los mercados y los templos.

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