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Queremos tanto a Gustavo Ballas

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Queremos tanto a Gustavo Ballas

Escribe: Walter Vargas (Télam)

Sucedió esta semana en el corazón de la Pampa Húmeda: los corazones se agitaron y a más de cuatro se les piantó un lagrimón porque Villa María agasajó a Gustavo Ballas, prodigio boxístico nacido ahí mismo, pero que sobre todo supo deslumbrar al porteñaje cuando despabilar al Luna Park y brillar en el Luna Park era cosa de un puñado de elegidos.

La ocasión invitaba a evocar la noche más gloriosa de ese señor de 58 años que hoy da charlas y clínicas acá y allá a personas que sufren problemas de adicción o se sienten acosadas por las adicciones o tienen familiares sumergidas en tales abismos, pero antes, a finales de los 70 y comienzos de los 80, representó la estación terminal de la esgrima en el rudo arte del deporte de las manos enguantadas.

Ballas, Gustavo Ballas, posiblemente Mpallas por portación de ancestros griegos, ganó el título mundial Supermosca el 12 de septiembre de 1981 y 35 años después se celebró el acontecimiento sin ahorrarse lo mínimo, vital y móvil de la gratitud: una placa en el lugar donde el homenajeado vio la luz primera y un show evocativo donde Villa María da pie a galas diversas, en el Auditorio Antonio Sobral.

No diremos que Villa María le debía algo a Ballas, no nos consta y si nos constara no vendría al caso, pero sí nos sentimos autorizados a dar dos cosas por descontadas: que el tributo fue merecido y que su destinatario debió de haberlo disfrutado con singular emoción.

Un alma poblada de sensibilidades es la de Ballas, un poco por portación de ADN, otro poco por rigor de biografía y en definitiva por decisión existencial.

Es un hombre sin más ataduras con el pasado que las dadoras de fecundidad: un hombre sin rencores.

Pudo haber sido el mejor boxeador argentino de la historia, pudo haber ganado montañas de billetes, pudo haber sido leyenda viviente, pudo y en los “pudo” se quedó.

Pero cuidado con confundirlo con un mero talento sin un gramo de consumaciones, nada más lejos de nuestro personaje, portador de un récord profesional extraordinario (¡105 victorias en 120 peleas!), adversario de media docena de retadores al campeonato del Mundo y de cinco campeones del Mundo y él mismo campeón ecuménico en el rango de los 52 kilos y monedas.

Así y todo, pensándolo mejor, los nombres en su foja y sus números espléndidos son insuficientes para abrazar sus destrezas: Ballas fue, sin más, un despliegue de inspirada poesía como pocas veces se ha visto en los rings argentinos.

Cuando hace 35 años y seis días se coronó ante el coreano Suk Chul Bae (incluso con una mano fracturada, según refirió el periodista cordobés Gustavo Ferradans en un espléndido perfil publicado por El Diario de Villa María), Gustavo ya tenía 53 salidas como rentado, algunos derrotados ilustres (¡Falucho Laciar!) y una decena de presentaciones en el Luna Park, verdaderas exhibiciones a estadio repleto donde los puristas sentían correspondidas sus altas exigencias del boxeo glamoroso, los recién llegados creían haber descubierto un elixir insospechado y las damas disfrutaban y comentaban con un hilo de voz, como quien aprecia “Cascanueces” en el Teatro Colón.

Dos maestros tuvo: Alcides Rivera le enseñó a boxear y “Paco” Bermúdez lo instruyó a brillar: bailarín sin compadreada, vista, cintura, palanca, jab, gancho, manual, catálogo, escenógrafo, iluminador, director y actor protagónico y todo en el mismo envase, Ballas, carita de ángel, diablito, Maradona con guantes.

Sí, claro, por supuesto, fue ídolo del Luna y a la vez fue víctima del lado oscuro de su luna.

Es rara la vida, somos raros los hombres: se alejó de la orilla, se ahogó en el alcohol, fue preso dos veces por intentos de robos pueriles, gestos desesperados de un hombre sin brújula que ya ni siquiera podía dialogar amorosamente con el niño que había vendido esto y aquello en las calles ni con el adolescente que lavaba copas en una pizzería ni con el pichón de boxeador que Rivera había intuido crack ni con el crack que Don Paco había modelado con arabescos de Nicolino Locche y aderezos de alta cocina.

Pero para Gustavo Ballas todo eso pasó hace un siglo, dos, tres, por algo le decían “Mandrake”: desde las profundidades y las penumbras de sus días más aciagos salió enhiesto este hombre bueno que buenamente ayuda, y ayuda a ayudar, y que cuando es honrado en su Villa María natal, acepta y agradece, pero sin creérsela, porque lo suyo es el dichoso resistir del día a día y que en todo caso que de su arte se encargue la Historia, que para eso está.

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